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jueves, septiembre 4, 2025
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El instante de Ruanda

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Hay venenos que se beben a sorbos, casi sin sentir el ardor, hasta que la parálisis es total. El resentimiento es uno de ellos. Y este país, el nuestro, lleva siglos bebiéndolo como si fuera un antídoto, cuando en realidad es el mal mismo. México, digámoslo sin rodeos, es una nación construida sobre la esquizofrenia de su memoria: una neurosis que nos hace despreciar al español en el discurso mientras lo anhelamos en el espejo; que nos obliga a romantizar un pasado prehispánico purísimo mientras ignoramos que somos, para bien y para mal, el fruto de una colisión brutal. Somos hijos de Cortés y de la Malinche, sí, pero vivimos como si pudiéramos elegir repudiar a uno de los dos padres sin mutilarnos en el acto.

Esa herida mal cerrada ha sido siempre el combustible perfecto para la política. Y el credo que hoy gobierna el debate público lo ha entendido mejor que nadie. Ha convertido esa vieja narrativa en una herramienta de polarización perfecta, tan eficaz en las urnas como disolvente en la convivencia. Se traza una línea y se decreta: de este lado los puros, del otro los traidores. Es una farsa útil para quien detenta el poder, pero una necedad corrosiva para el ciudadano de a pie, que de pronto se descubre mirando al vecino, al colega, al familiar, con la desconfianza aprendida de un discurso que nos exige ser tribu antes que ser comunidad.

Y aquí es donde hay que decirlo, aunque suene extremo, aunque incomode: este camino conduce a un despeñadero. Los discursos de odio no son metáfora. Esa pedagogía de la violencia, nunca, en ningún lugar del mundo, han terminado en un final feliz.

Pensemos en Ruanda. Sé que la comparación parece un abismo, pero los abismos hay que mirarlos para no caer en ellos. Pensemos en el instante previo al horror: un país donde dos etnias convivían, donde un poder político azuzó durante años el resentimiento del uno contra el otro, donde la radio repetía sin cesar que el vecino era una cucaracha. El resultado lo conocemos: ochocientas mil personas masacradas a machetazos en apenas cien días. No por un ejército invasor, sino por sus propios compatriotas.

Y sin embargo, después de ese apocalipsis de la condición humana, ocurrió lo imposible. Surgió un hombre, una mujer,  que eligió no seguir la espiral. Pienso en esos retratos inconcebibles que algunos fotógrafos lograron años después: una mujer hutu posando con la mano en el hombro de un hombre tutsi cuya familia ella ayudó a delatar. O un asesino parado junto a la viuda del hombre que mató, ambos mirando a la cámara, sin sonreír, en un pacto silencioso de coexistencia forjado sobre las cenizas del infierno. No se trata del perdón de los santos. Es algo más terrenal y más difícil: la decisión de sobrevivir juntos. Encontraron la pequeña ranura para intentar una reconciliación que, aun con todo el dolor a cuestas, les permitiera volver a llamarse compatriotas.

Nosotros aún no estamos ahí. Aún no. Pero el veneno corre, y algunos hacen fiesta con ello. Los grotescos espectáculos de la política, esa violencia verbal que aplaudimos como si fuera un deporte, nos enseñan cada día a despreciar al que piensa distinto. Nos adiestran para el conflicto.

Ese instante, el de la lucidez antes del abismo, es ahora. La decisión de mirarnos a los ojos, por encima de las siglas y los rencores heredados, para intentar algo parecido a la paz posible. O es nuestro, o no será de nadie.

Se puede. Intentémoslo.

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