Cuando se estrenó Amadeus en 1984, yo era muy joven, pero la cinta me impresionó profundamente. Recuerdo la discusión en la prensa de entonces, donde un crítico recordaba que la rivalidad mostrada entre Salieri y Mozart era una ficción basada en personas reales, no una biografía, y que debía ser juzgada como tal, con sus libertades y sus inevitables imprecisiones históricas. Traigo a la memoria esa película porque, tras mis comentarios sobre la ceremonia prehispánica en la investidura de los nuevos ministros del Poder Judicial, un amigo me reclamó por teléfono: “No te azotes, es un espectáculo. Eso no los define”.
Con el mayor respeto a los togados, debo disentir. No estamos hablando de una película, una obra de teatro o una novela donde la ficción es ilimitada. Hablamos del acto protocolario que inviste a la máxima autoridad judicial del país. Y en ese acto, según narran las crónicas, se alzaron copas de barro humeantes y se invocó la guía de Quetzalcóatl y la fuerza de los nahuales para iluminar el camino de la justicia. Un espectáculo, sí. Pero los símbolos importan.
El problema, por supuesto, no es la reivindicación de nuestro pasado, sino la peligrosa confusión de sus planos. Porque entre el nahual y el Código Penal hay un abismo, no un puente. La impartición de justicia en el siglo XXI es inviable bajo la guía de estas figuras, precisamente por el choque irreconciliable entre la cosmovisión prehispánica y los fundamentos del derecho moderno.
Pensemos por un instante en Quetzalcóatl. La Serpiente Emplumada es el arquetipo del rey sabio y justo en la mítica Tula. Pero su justicia es de naturaleza divina, no humana. Sus mandatos emanan de su propia autoridad como deidad, concentrando un poder absoluto donde el legislador y el juez son la misma entidad, una contrariedad para el principio de separación de poderes que sustenta cualquier democracia moderna. Su moralidad, además, no es procesal. Cuando transgrede rompiendo su celibato, se condena a sí mismo al exilio. Es un acto de conciencia, sí, pero es una autoadjudicación. Un sistema legal moderno no puede depender de la contrición del infractor, sino de un proceso imparcial con leyes preestablecidas y públicas.
Más complejo aún es el caso de los nahuales. Estas figuras, capaces de transformarse en animales, se ligan al destino individual y a un poder personal e intransferible. Su moralidad no es universal, sino dual y ambigua, pudiendo ser tanto protectores como agentes del caos. La “justicia” de un nahual es inherentemente subjetiva; la culpabilidad no se determina con evidencias, sino por la afrenta personal o la voluntad del ser con poder para transformarse. A ojos del derecho, esto es la definición de arbitrariedad. No hay presunción de inocencia, ni defensa, ni proporcionalidad. La justicia dependería del poder y la inclinación moral de un ser sobrenatural, lo que aniquila el principio de igualdad ante la ley.
Digámoslo de otra manera: el Estado de derecho contemporáneo se erige sobre pilares radicalmente opuestos. Se funda en la objetividad de los hechos probados, en la evidencia material y testimonial, en leyes universales que nos aplican a todos por igual y en el debido proceso, donde nadie puede ser castigado sin un juicio justo. Estos principios son inexistentes en una cosmovisión regida por entidades míticas.
La ceremonia, entonces, no fue un espectáculo inocuo. Fue un error categórico. La reivindicación de nuestra herencia cultural es indispensable, pero su aplicación es un delirio cuando contraviene los fundamentos mismos de la justicia que se jura proteger. Quetzalcóatl y los nahuales son figuras de un inmenso valor histórico que nos definen, pero su naturaleza choca frontalmente con la objetividad, la imparcialidad y la universalidad que sostienen nuestro pacto social. Su lugar está en el panteón de nuestra memoria y nuestra identidad, no en la Suprema Corte de Justicia.
“No pasa nada”, me dijo Antonio casi en tono de promesa la mañana del martes para mitigar mi asombro de lo acontecido el lunes 1 de septiembre. Acepto el dicho: a condición que ni los magistrados ni nosotros tomemos en serio esos sahumerios que coronaron su ascensión al máximo tribunal del país.