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lunes, septiembre 8, 2025
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Derechos e impuestos

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Cubrir la factura de la luz, el teléfono o la televisión de paga es fácil de entender. Usamos un servicio, vemos el recibo con una fecha de corte y la pagamos. Si no lo hacemos, cortan. Es una relación directa, tangible, de causa y efecto. Pero con los impuestos, la lógica se nos escapa. La conexión se vuelve abstracta, distante. El pago se siente como una imposición y la pregunta que flota en el aire es siempre la misma: ¿a dónde va a parar mi dinero?

En esa desconfianza vive el gran malentendido de nuestro país. Nos hemos acostumbrado a un discurso donde los derechos parecen gratuitos, como si emanaran del aire. Pero la salud, la educación, la seguridad y las pensiones cuestan, y mucho. Un derecho no es una idea; es el sueldo de un médico, una patrulla con gasolina, los ladrillos de una escuela, el pago mensual a un jubilado. Todo eso tiene un precio, y sólo hay dos formas de pagarlo: con el dinero que ingresa por impuestos o pidiendo prestado. Es como en cualquier casa: o vives con lo que ganas o vives con la tarjeta de crédito.

México lleva ya mucho tiempo pagando las cuentas con la tarjeta de crédito. Gastamos una fortuna en programas sociales, y nadie en su sano juicio se opondría a ayudar a quienes menos tienen. El problema es que este gasto se ha vuelto la base fija de nuestro presupuesto, un piso del que no podemos bajar, mientras otras urgencias crecen. El sistema de salud está rebasado y la inseguridad no cede. Para todo eso se necesita más dinero, y la realidad es que el que entra por impuestos no alcanza para cubrir un gasto público que no deja de aumentar. La deuda, esa tarjeta de crédito del país, paga la diferencia, pero acumulando intereses que pagarán las siguientes generaciones.

La solución obvia, la que todos los economistas señalan, sería una reforma fiscal para que el gobierno tenga más ingresos de forma estable. Pero aquí la aritmética choca con la política. Ningún gobierno quiere pagar el costo de ser “el que subió los impuestos”. Es un suicidio electoral. Es más fácil y popular prometer que cobrar, patear el bote hacia adelante y dejar que el siguiente gobierno lidie con el problema.

Y como la reforma es impopular, se recurre a dos pretextos principales. El primero es que basta con mejorar la eficiencia. Se dice que hay que cobrar mejor, con más firmeza. Y es cierto. Es increíble que en pleno siglo XXI el cobro del predial o del agua no tenga la misma efectividad que el de un servicio de telefonía. Pero el problema es más grande: una enorme parte de la economía es informal y no paga impuestos. Mejorar la eficiencia es necesario, pero no es una varita mágica.

El otro gran pretexto es la corrupción. Se repite hasta el cansancio que, si nadie robara, el dinero alcanzaría para todo. Combatir la corrupción es una obligación moral y legal, pero usarla como única justificación de los problemas fiscales es una ilusión. Aun en un escenario hipotético de corrupción cero, la estructura de nuestro gasto seguiría siendo mayor que la de nuestros ingresos. Es como culpar a una fuga de agua por tener el tinaco vacío, sin admitir que la llave de paso principal está casi cerrada.

El peligro más grave de estas excusas es la idea que le venden al ciudadano: que los derechos no dependen de los impuestos. Esto crea un pensamiento mágico. Le enseña a la gente que puede y debe exigirlo todo, sin la obligación de contribuir. Así, en esa lógica, ¿quién va a querer pagar impuestos voluntariamente?

La realidad es que la cuenta siempre llega. La disyuntiva para el gobierno: demuestra con números reales y no con discursos que le alcanza con lo que tiene, o toma la decisión adulta y responsable de impulsar una reforma fiscal que ponga la casa en orden. Lo que ya no se puede es seguir financiando el futuro con promesas.

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