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viernes, septiembre 12, 2025
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Nuestras mil y una noches

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Hay que imaginarlo así: como un país entero que contiene la respiración justo antes del alba. Una nación sin ver el hacha del verdugo, en espera del siguiente capítulo de una historia que le da sentido al día. Porque el poder, antes que un ejercicio de fuerza es un acto de hipnosis. Es el relato que envuelve y distrae hasta que se convierte en la única música posible. La vieja historia de Sherezade, esa mujer astuta que salva su vida de la tiranía de un sultán contándole un cuento que interrumpe cada mañana, es la metáfora perfecta del poder de la narrativa. Pero aquí, en este presente nuestro, la trama se ha invertido. El que cuenta la historia ya no es el condenado, sino el sultán mismo, y su relato no salva la vida, hace perpetuo el reino.

Durante más de setenta años, México vivió bajo el hechizo de una de esas narrativas inversas. La del PRI. Era un cuento eficaz, con la Revolución Mexicana como su mito fundacional, una historia de justicia social que, aunque sus colores se fueran destiñiendo con el tiempo, conservaba un eco de verdad suficiente para mantener el orden de las cosas. Poco a poco esa Sherezade se avejentó y sus pausas dramáticas ya no generaban la misma expectativa.

La de ahora, en cambio, es una versión remozada de aquella. Una narradora que ha pasado por el quirófano de la semántica y la estrategia. La “justicia social” se llama ahora “bienestar”; la gesta revolucionaria ha sido reemplazada por una cruzada moral de honestidad casi cristiana. Es un relato con el rostro estirado, glúteos de sueño, cintura de avispa, pero un alma idéntica al pasado, que cuenta con un artificio nuevo, uno de eficacia brutal: la transferencia instantánea de efectivo. Esta nueva Sherezade habla bonito, enamora al oído y embellece sus mejores frases con el sonido de notificación de la tarjeta del bienestar. El cuento se ha vuelto tangible. La promesa ya no es un horizonte lejano, es un depósito bimestral. ¿Alguno es mensual?

Y ahí reside su fuerza, en esa fusión de la mística y la cartera. Por eso, cuando mis amigos se entusiasman con los escándalos de opulencia y corrupción que han brotado desde el inicio del verano, no puedo compartir su optimismo. Creen que esas grietas en la fachada derrumbarán el edificio, sin entender que para los que están adentro, escuchando el cuento, esos ruidos son apenas una interferencia lejana, la calumnia de los que nunca entendieron la historia.

No se me acuse de sacrílego. Yo mismo creí en la doctrina de la Revolución hecha partido. Trabajé para el partidazo, trabajé para dependencias federales y municipales. Entiendo el fervor, esa necesidad humana de entregar la fe a un relato que nos dé cobijo. Por eso respeto a quienes han transferido esa misma fe al nuevo color, al guinda.

Aceptemos que la trama es implacable. El poder de la historia, sumado al poder del dinero, no augura un ciclo corto. Esta Sherezade puede darse el lujo de cometer errores, de mostrar sus costuras, porque su audiencia no busca la perfección; goza la continuación del cuento. Tendremos esta narrativa para décadas, mucho antes de que sus fallas tengan consecuencias reales. Pueden, como se ha dicho, poner a sus caballos o a sus mascotas como sucesores, y la historia seguirá funcionando.

Así que mientras unos gozan la luna de miel de este relato, y otros sufren con su predominio, quedamos los que la genética nos niega la alegría desbordada y la tristeza profunda. Los que sólo podemos hacer una cosa: sentarnos en la barrera a observar, a tomar nota, a tratar de descifrar el mecanismo del hechizo, mientras el sultán carraspea para empezar, una vez más, la historia de la noche siguiente.

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