Mientras me formaba como psicólogo clínico en la UNAM, acudía como oyente a algunas materias de mi interés tanto a la facultad de Filosofía y Letras como a la de Derecho. No me tenía que inscribir y nadie me impedía el acceso a los salones de 60 o más alumnos. De Ignacio Burgoa tomé derecho constitucional y juicio de amparo. Sus clases duraban dos horas, sólo su vocerrón se escuchaba y rara vez sus hipnotizados alumnos planteaban una pregunta.
“¿Es el amparo algo reciente?”, se preguntó. “De ninguna manera”, respondió. Y nos expuso emocionado la historia de Pablo de Tarso. La recupero, con varias décadas de distancia, las impefecciones de mi memoria y mis limitaciones narrativas:
Viajemos a una provincia polvorienta del Imperio Romano, alrededor del año 60 después de Cristo. La escena tiene lugar en una sala de audiencias en Cesarea. De un lado, las autoridades religiosas locales, furiosas, exigiendo la muerte de un hombre. Del otro, el procurador romano Festo, un político atrapado entre la ley de Roma y la presión de los poderes locales. Y en el centro, un solo individuo, un prisionero llamado Pablo de Tarso. No era un hombre cualquiera. Era un personaje complejo y formidable: un judío fariseo, antiguo perseguidor de cristianos, que tras una conversión dramática se convirtió en el apóstol de los gentiles y en uno de los predicadores más influyentes y viajeros del cristianismo. Pero, crucialmente, también era un ciudadano romano de nacimiento, un estatus que le confería derechos y protecciones que sus acusadores no tenían. Él sabe que en esa sala no hay justicia para él, sólo un complot. Sabe que su vida pende del cálculo político de un gobernador.
Y es en ese instante, cuando todo parece perdido, que Pablo pronuncia la frase que hará eco durante dos mil años de historia del derecho. No es un ruego de clemencia, es la activación de un mecanismo. Es el ciudadano romano invocando un derecho que está por encima de la autoridad del gobernador y de la furia de sus acusadores. Según se narra en el libro de los Hechos de los Apóstoles, sus palabras exactas fueron: “Ante el tribunal del César estoy, que es donde debo ser juzgado. […] Si nada hay de las cosas de que éstos me acusan, nadie puede entregarme a ellos. Al César apelo”(Hechos 25:10-11).
Ésa es la semilla de lo que hoy conocemos como juicio de amparo. Pablo nos muestra el procedimiento legal para frenar al poder. Su historia es un manual sobre cómo un ciudadano, conociendo la ley, puede usarla como un escudo.
La apelación al César obligó a Festo a detener de inmediato el proceso local. La maquinaria del poder provincial, con toda su fuerza, quedó congelada por la voz de un solo hombre. La respuesta del gobernador, cargada de resignación, lo confirma: “¿A César has apelado? A César irás” (Hechos 25:12). El caso tuvo que ser transferido a la máxima autoridad del Imperio. Ése es, precisamente, el poder que hoy algunos ven con recelo en nuestro amparo: la suspensión. Es el veto del ciudadano, la pausa civilizatoria que obliga al poder a detenerse y a rendir cuentas ante una ley superior. Es el principio que garantiza que ninguna autoridad local, por mucho poder que acumule, es la última palabra.
Este mecanismo es la diferencia fundamental entre un imperio de súbditos y una república de ciudadanos. El amparo es la garantía de que la Constitución, nuestro “César” colectivo y abstracto, llega a cada rincón del país. Es la herramienta que le permite a un campesino en la sierra, a un comerciante en la frontera o a un activista en la capital, invocar la misma protección, el mismo escudo, contra el abuso de un gobernador, un alcalde o un secretario de Estado. Protege al individuo del poder central y de las mil tiranías pequeñas que pueden florecer en la provincia.
Por eso, debilitar el amparo, quitarle su capacidad de suspender los actos del poder, no queda en un ajuste técnico a una ley. Es mirar a Pablo en esa audiencia y decirle que su apelación no vale. Darle la razón a Festo y a sus acusadores. Romper la promesa fundamental de que todo ciudadano, sin importar cuán solo o acorralado se encuentre, tiene derecho a apelar a una justicia más alta que lo proteja de la arbitrariedad del poder inmediato.