Mentimos. Es, quizá, uno de los primeros actos de conciencia que ejecutamos. Mentimos desde niños, por sobrevivencia o por el simple placer de inventar una realidad más conveniente. Es una herramienta extraña, un lubricante social y un veneno, todo al mismo tiempo. Hay culturas que la toleran como un mal menor, una negociación inevitable con la crudeza del mundo. Pero en México, nuestra vida pública está enmarcada por dos códigos que la prohíben de manera explícita y rotunda.
El primero, el software moral que ha regido a Occidente durante siglos, es el mandamiento religioso: “No darás falso testimonio ni mentirás”. Es un pilar de la ética judeocristiana que, al menos en teoría, ha moldeado el comportamiento de generaciones. El segundo es más reciente, pero no menos ambicioso. Es la doctrina del partido que hoy nos gobierna, un mantra repetido hasta el cansancio, casi un sacramento laico: “no mentir, no robar, no traicionar”. Un credo que fue avalado en las urnas por casi 36 millones de personas, un amén multitudinario a una promesa de purificación.
Y sin embargo, como bien sabemos, no hay conductas más asociadas al ejercicio de la política que las faltas a la verdad. La mentira política, sin embargo, es de una especie distinta. No es la mentira piadosa que busca proteger, ni la mentira social que facilita la convivencia. La mentira política es una tecnología de poder. Su objetivo no es alterar un hecho, sino construir una realidad paralela. Es la omisión deliberada, el dato alternativo que se presenta con la fuerza de un dogma, la promesa que se sabe irrealizable pero que se pronuncia con convicción, el fracaso que se rebautiza como un éxito estratégico. Es un esfuerzo cotidiano por controlar la narrativa, por hacer que el mundo se ajuste al discurso, y no el discurso al mundo.
Aquí es donde reside la paradoja y, a la vez, la vara con la que se debe medir al poder actual. Un gobierno que llega al poder prometiendo una gestión más eficiente o un modelo económico distinto puede ser juzgado por sus resultados. Pero un gobierno que se erige sobre una plataforma de superioridad moral, que no pide el voto sino la fe, se ha puesto a sí mismo un listón mucho más alto. No prometieron únicamente gobernar mejor, juraron ser mejores. La campaña, sus campañas, de norte a sur, de Golfo a Océano no fue una oferta de políticas públicas, ojalá, fue una cruzada de regeneración, predicadores iluminados encendiendo flamas colectivas.
Por esa razón, el ciudadano de a pie tiene el derecho, y diría yo, la obligación, de ser mucho más severo y escrupuloso con la observancia de esos tres mandamientos de la 4T. Cada acto de opacidad, cada contrato dudoso, cada dato “alternativo” que choca con la realidad, es una traición teológica al dogma sobre el cual construyeron todo su edificio. Es el sumo sacerdote que predica austeridad desde un altar de oro. Es la evidencia de que la mentira sigue siendo la madre de los otros vicios: para ocultar un acto de corrupción (“robar”), es indispensable mentir sobre el patrimonio; para justificar un pacto inconfesable (“traicionar”), es necesario mentir sobre las lealtades.
Los recién electos y reelectos no han de olvidar la máxima que rige la credibilidad: para parecer, primero hay que ser. La fuerza de los franciscanos en la Nueva España no residía en la elocuencia de su sermón, se sellaba en la evidencia de sus sandalias gastadas. Parecían pobres porque lo eran. Su discurso y su vida eran una misma cosa. No había cuentas ocultas en Andorra, ni herencias, ni honorarios de empresas favorecidas con contratos directos en el sector público, ni ingresos no declarados, ni casas cuyo valor no correspondía a su sueldo. La coherencia era su única riqueza, y por eso su autoridad moral era inmensa.
Cuando un gobierno que ha hecho de la verdad su estandarte es percibido como mentiroso, el daño es doble. Incumple una promesa y devalúa su principal activo político y moral. Alimenta el cinismo general, esa idea corrosiva de que “todos son iguales”, y le cierra la puerta a la esperanza de que la política pueda ser, alguna vez, un ejercicio de honestidad.
Por eso, cuando la cartera del político contradice su sermón, la fe de los creyentes, tarde o temprano, comienza a erosionarse. Y la fe, en política como en religión, una vez que se pierde, es casi imposible de recuperar.