El recuerdo tiene una geografía y una atmósfera. El mío me lleva a los puestos de periódicos, abundantes, parte del paisaje del entonces Distrito Federal, durante mi primera juventud. Hay un placer casi extinto en la memoria de ese olor a tinta fresca mezclado con el smog de la mañana, en el colorido vibrante de las portadas y en el tacto de los libros de colecciones de pasta dura, bien traducidos, que uno compraba casi al peso. Era un ritual que me formaba tanto como las aulas: una educación sentimental y anárquica entre el estruendo de la ciudad.
En una de esas expediciones, cayó a mis manos un título que prometía un duelo de titanes: El azar y la necesidad, del biólogo francés Jacques Monod. Yo provenía de formaciones que, a primera vista, eran mutuamente excluyentes. Por un lado, la teología rudimentaria de los primeros años, aprendida en un entorno de sotanas e inciensos donde todo, desde la lluvia hasta el dolor, respondía a un propósito, a un plan divino. Por otro, la ciencia estricta que empezaba a abrirse paso en la Facultad de Psicología de la UNAM, un universo de conductismo y de corrientes no especulativas que miraban con sospecha todo lo que no fuera evidencia. “Se ve, existe. No se ve, no existe”, nos decían nuestros maestros. Adiós alma, adiós psique, adiós pulsiones e inconsciente.
Ese entrenamiento en dos polos opuestos me había dado, creía yo, un cierto equilibrio para no dejarme sacudir fácilmente por alguna idea radical. Pero estaba equivocado. La lectura de aquel libro, publicado bajo un sello casi de divulgación, Muy Interesante, en pastas rojas, fue un terremoto.
Monod, premio Nobel de Medicina, no proponía una opinión, sino que exponía lo que él llamaba el “postulado de objetividad” de la ciencia: la naturaleza es sorda a nuestra música, indiferente a nuestros anhelos y a nuestros sufrimientos. A partir de ahí, su argumento era de una lógica implacable. Toda la biosfera, desde la primera molécula autorreplicante hasta la conciencia humana que se pregunta por su origen, es el producto de una lotería cósmica. Es el resultado del puro y ciego azar (errores aleatorios en la copia del código genético) filtrado por la despiadada necesidad de las leyes de la física y la selección natural.
Su tesis dinamitaba por igual la idea de un Dios arquitecto y cualquier noción romántica de un “propósito” o “fuerza vital” guiando la evolución. El universo no nos esperaba. No había un guion. La aparición del ser humano, con su capacidad para amar, para crear arte o para cuestionar su propia existencia, no fue el clímax de un plan maestro. Fue un número que salió en un casino de dimensiones inconcebibles. Éramos, en palabras de Monod, gitanos en el borde del universo. “Ni en la poesía lo había imaginado”, comenté a mi novia en turno, que se vio tentada a llevarme al psiquiátrico. “¿Gitanos en el borde del universo?”, preguntó y se abstuvo de esculcar en mi mochila si algo había fumado.
Sin embargo, la verdadera sacudida no era esa desoladora constatación, sino la conclusión que el biólogo extraía de ella. Lejos del nihilismo, Monod argumentaba que, al aceptar nuestra radical soledad y la ausencia de un destino preescrito, alcanzábamos por primera vez la verdadera libertad. Al despertar de ese sueño milenario de que somos parte de un plan, nos volvemos los únicos responsables de nuestros valores. La ética, la moral, el conocimiento, la belleza; todo eso no está inscrito en las estrellas, es una creación humana. Es nuestro “reino”, un reino de ideas que nosotros mismos debemos elegir y defender por encima de la “oscuridad” de un universo material sin propósito.
Aquel libro no me dio respuestas, me legó preguntas que me han acompañado toda la vida. Su lectura fue un rito de paso hacia una adultez intelectual, una invitación a encontrar la dignidad no en la fe en un plan superior, sino en la valentía de saber que no lo hay, y aun así, elegir construir un sentido.
Nota:
He de aclarar algo: desde entonces no lo he vuelto a leer y casi lo cito de memoria, que conservo para algunas cosas. El libro habita en el polvo suspendido en el aire de mi biblioteca, incotado por décadas y sobreviviente de las putas termitas que han devorado casi un millar de títulos.