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lunes, octubre 6, 2025
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El termómetro y la calentura

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Llega el primer corte de caja del sexenio y la casa encuestadora MITOFSKY nos pone sobre la mesa el numerito para la foto: siete de cada diez mexicanos (71.6%) le ponen palomita a la Presidenta Sheinbaum al cumplir su primer año. Un número para enmarcar y presumir en La Mañanera. Si la política fuera un concurso de popularidad, la Presidenta ya tendría su corona.

Pero, como siempre, el chiste no está en la foto, sino en lo que no se ve a primera vista. Y cuando uno empieza a rascarle a los datos, el retrato de ese aplauso masivo empieza a mostrar las grietas de dos Méxicos que, aunque viven en el mismo territorio, parecen mirar a dos gobiernos completamente distintos.

Mire usted la música que tocan los números. El apoyo a la Presidenta es mucho más alto entre mujeres (74.1%) que entre hombres (69%). Y se dispara entre quienes reciben programas sociales, con un apoyo abrumador del 80.2%, contra un 66.4% de quienes no los reciben. La diferencia más brutal, sin embargo, está en los extremos de la vida económica: las amas de casa le dan un respaldo casi total (81.1%), mientras que los empresarios son los más escépticos, con apenas un 54.8% de aprobación. No es una grieta, es un cañón. El aplauso no es parejo. Es una ovación que viene de una parte del estadio, mientras la otra mira el partido con los brazos cruzados.

Esto va más allá del dinero. La aprobación no es sólo una transacción de “me das mi beca, te doy mi voto”. Es la confirmación de una lealtad. Es el resultado de un sexenio anterior que dividió el mundo entre “el pueblo” y “los conservadores”. Mucha gente siente que este gobierno, con todo y sus fallas, es su gobierno. Se sienten representados. Y cuando uno siente que el equipo es el suyo, le perdona los malos pases y hasta los autogoles, con tal de que no ganen los otros. La aprobación, pues, es también un acto de identidad.

Además, la encuesta nos dice que Sheinbaum rompió la racha de sus antecesores. A estas alturas, López Obrador ya había perdido 4 puntos de aprobación y Peña Nieto casi 7. Ella, en cambio, subió. Quizá la gente estaba cansada de la pelea diaria, del pleito como estilo de gobierno. La Presidenta ofrece un tono más sereno, más técnico, y parece que una buena parte del país agradece el cambio de un sermón mañanero a un reporte de trabajo. Es la diferencia entre el predicador y la ingeniera. Y por ahora, la ingeniera está cayendo mejor.

Y por si fuera poco, el mapa del país nos pinta esa misma división. El aplauso es atronador en estados como Tabasco o Tamaulipas, donde supera el 80%, pero es apenas un murmullo en Jalisco o Guanajuato, donde no llega ni al 60%. Esto confirma que la polarización sigue intacta. No hay una luna de miel nacional. Hay regiones enteras que siguen en pie de guerra, y otras que viven en un idilio con el poder. La aprobación del 71.6% es un promedio que esconde estos picos y valles; un espejismo de unidad en un país partido.

Aquí es donde el termómetro empieza a chocar con la calentura del enfermo. La misma encuesta que nos presume ese 71.6% de aprobación nos dice, casi de ladito, dos cosas que son para sentarse a pensar. La primera: la principal preocupación para más de la mitad de los mexicanos sigue siendo la seguridad (55%). A ver, que alguien me explique. ¿Cómo es que siete de cada diez aplauden la gestión, mientras cinco de esos diez tienen miedo de que los asalten en la esquina? Parece que hemos aprendido a separar las cosas: una es la chamba de la Presidenta y otra, muy distinta, es la paz en nuestra calle.

La segunda, y todavía más retorcida: casi el 75% de los encuestados cree que la corrupción en el país es “mucha/regular”. Piense en eso. Son prácticamente los mismos que la aprueban. Es una esquizofrenia nacional. Aplaudimos con una mano mientras con la otra nos tapamos la nariz. Esto nos dice algo profundo: o la gente cree que la Presidenta es una isla de honestidad en un mar de tranzas, o ya de plano nos hemos resignado a que la corrupción es como la lluvia o el sol, una condición del clima contra la que no se puede hacer nada.

Y ése es quizá el mayor peligro de un aplauso tan generoso. Si un gobierno recibe una aprobación tan alta a pesar de no resolver el problema número uno del país (la seguridad), ¿qué incentivo real tiene para meterse a fondo a arreglarlo? La popularidad se puede convertir en una droga que te hace sentir bien mientras el cuerpo se cae a pedazos. Puede generar complacencia. Puede hacer que el gobierno piense que, mientras los programas sociales fluyan y el tono sea el correcto, los balazos y las mordidas son un ruido de fondo que la gente está dispuesta a tolerar.

Así que sí, la Presidenta llega a su segundo año con un tanque de popularidad que ya quisieran otros. Pero ese combustible está hecho de una mezcla extraña: una parte de lealtad agradecida, otra de alivio por el cambio de estilo, y una dosis muy grande de una resignación casi cínica a los grandes problemas del país. Se puede celebrar el número que marca el termómetro, claro que sí. Pero no se puede ignorar que el paciente sigue sudando con la fiebre del miedo y la corrupción.

Ahí se las dejo y pronto nos leemos.

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