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lunes, octubre 6, 2025

No me pudiste matar

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Fíjese, chato, que hay libros y hay libros. Están los que uno lee para pasar el rato, para olvidarse de los problemas, y están los otros. Los que no están escritos nomás con tinta, sino con pedazos de vida, con la memoria del miedo y, a veces, hasta con el eco de las balas. Esos son los libros que no se leen, sino que se sienten en el pellejo, los que nos recuerdan que en este México nuestro, a veces, el simple hecho de juntar letras para contar una verdad es el oficio más peligroso de todos.

Y de esos libros, de los que queman en las manos, es del que le quiero platicar hoy. Se titula No me pudiste matar, y lo firma un periodista que todos conocemos, don Ciro Gómez Leyva. ¡Vaya título! ¿A poco no? No es un lamento, no es un “casi me matan”. Es un reto. Es pararse enfrente del que te quiso borrar del mapa y decirle, con la voz entera: “Aquí sigo, y ahora te lo voy a contar todo”. Es un título con una dignidad y un coraje que ya quisieran muchos.

Pero para entenderle bien a este enredo, hay que oír al que lo apadrinó, a su colega y compadre de mil batallas, don Joaquín López-Dóriga. Y es que, como él mismo confesó en su columna de Milenio y en la presentación, esa noche del 15 de diciembre de 2022, a todos se nos olvidó el chisme. Por primera vez, como dijo el “Teacher”, importaba más la víctima que la nota. No era un encabezado más; era Ciro, era un conocido, un hombre al que por poco nos matan. Y ese susto, esa cercanía con la muerte, nos hizo más vulnerables a todos.

Y es que, ¡qué casualidad! Apenas un día antes, desde el Palacio, el que entonces mandaba decía que escuchar a periodistas como Ciro era tan malo que hasta te podía “salir un tumor en el cerebro”. ¡Qué cosa! Uno aquí de mal pensado, pero qué puntería tiene a veces la casualidad, ¿verdad? Un día le avientan a uno esa clase de “buenos deseos” desde el poder, y al día siguiente le avientan una lluvia de plomo. Y para acabarla de amolar, no faltó la bajeza, la infamia, de salir a susurrar que a lo mejor él solito se había mandado hacer el “trabajito”. ¡Hágame usted el favor! Es como culpar al asaltado por traer reloj.

Pero lo más curioso de todo, como bien lo desmenuza don Joaquín, es el propio libro, el “estilo Ciro”. Nos cuenta la historia como si se hubiera salido de su propio cuerpo para vernos a todos con la cara de espanto. Es el protagonista, pero también es el que nos narra el cuento desde una silla, como si tal cosa. Nos mezcla la visita al terapeuta con el retrato de personajes bien siniestros; nos cuenta el miedo, pero también un valor que raya en el “importamadrismo”; la angustia con una calma que hasta desespera. Es Ciro, pues, viéndose a sí mismo como si fuera otro, y viéndonos a todos desde adentro de su camioneta blindada.

Y en medio de todo ese borlote, sigue la pregunta que don Joaquín no suelta, la que de veras importa y que sigue flotando en el aire como un zopilote: ¿Y el que dio la orden? Porque a la tropa, a los que jalan el gatillo por unos pesos, a esos ya los tienen guardados. Pero el general, el que puso el dinero, la idea y el coraje… ese anda por ahí, tan campante. Y mientras no caiga ese personaje, pues no hay justicia. Hay nomás un espectáculo. Hay un parche en una herida que sigue doliendo.

Por eso, lo que hizo López-Dóriga no fue nomás presentar un libro. Fue mandar un mensaje clarito a quien lo quiera oír, y lo remata con una frase que es un portazo en la cara del poder: el que antes gritaba desde su palacio, ya no está. Pero ellos, los periodistas, “seguimos aquí”. Y, como dice, seguirán sin esconderse.

Esa es la lección. El libro de Ciro es un monumento a la impunidad, sí, pero la respuesta de sus colegas es un recordatorio de que, aunque intenten callarlos, las palabras, cuando son de a de veras, siempre encuentran la manera de gritar más fuerte que las balas.

Ahí, precisamente ahí… está el detalle.

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