7.7 C
Tepic
martes, octubre 7, 2025
InicioLetras del directorLo pequeño es hermoso

Lo pequeño es hermoso

Fecha:

spot_imgspot_img

Algunos libros nacen a destiempo, como voces que claman en un desierto de ideas hegemónicas. Uno de ellos, aparecido en los años 70, se titulaba, de forma casi provocadora, Lo pequeño es hermoso. Su autor, el economista E. F. Schumacher, cometió la osadía de desafiar el dogma de su época: esa idolatría por el gigantismo, la fe ciega en el crecimiento del PIB como única medida del bienestar. En un mundo obsesionado con las megafábricas, las presas colosales y las corporaciones multinacionales, Schumacher tuvo ojos para la belleza de lo pequeño, para la dignidad de los negocios domésticos y el apego a la tierra.

Su libro fue, previsiblemente, ignorado por los economistas de la corriente principal. Les resultaba sospechoso un tratado económico cuyo epílogo no hablaba de tasas de interés o balanzas comerciales, sino de las virtudes clásicas: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Era una herejía. La obra fue arrojada al basurero de las utopías, convirtiéndose en un texto de inspiración para poetas, ecologistas y soñadores, pero no para los hombres que tomaban las decisiones.

Sin embargo, la realidad, con su paciencia geológica, terminó por darle la razón. Décadas después de que el libro fuera condenado al olvido, el mundo tuvo que volver la vista a su idea central. La prueba más rotunda llegó en 2006, cuando el Premio Nobel de la Paz se otorgó no a un estadista que firmó un gran tratado, sino a Muhammad Yunus, un economista de Bangladesh que fundó el Banco Grameen. Su revolución consistía en ofrecer a los más pobres, sobre todo a las mujeres, créditos minúsculos de cincuenta o cien dólares. No era un regalo, se entregaba una herramienta. Era capital semilla. Ese dinero no construía una autopista, pero compraba una vaca, una máquina de coser, un teléfono para iniciar un pequeño negocio.

El modelo de Yunus, replicado con éxito en muchos países, demostró que lo pequeño era, además de hermoso, extraordinariamente eficaz. Demostró que la mejor forma de combatir la pobreza no era con proyectos faraónicos, sino multiplicando las pequeñas islas de autosociuficiencia, devolviéndole a la gente la capacidad de generar sus propios recursos.

Y es aquí donde la vieja lección de Schumacher choca con nuestra realidad. México opera gigantescos programas de transferencia de efectivo. Sobre el papel, la idea parece cercana a la de Yunus: dar dinero a quienes menos tienen. Pero la filosofía de fondo es diametralmente opuesta. El microcrédito de Yunus es una inversión en la autonomía de la persona. Los programas sociales en México, a menudo, son una inversión en la lealtad del votante. Quienes reparten el pastel se quedan con la jugosa plusvalía electoral.

Entonces, ¿cómo se vería en la práctica esa apuesta por la capacidad de la gente? No hay que imaginar demasiado. Hay que ver a la artesana de Oaxaca que, con un pequeño fondo, compra hilos de mejor calidad y abre una tienda en línea, llevando sus bordados del mercado local al mundo entero. Su éxito es suyo de entrada; pronto emplea a sus vecinas, revitaliza una tradición y se convierte en el motor económico de su familia. Es la dignidad tejida, puntada a puntada.

Hay que ver al joven de un barrio urbano que, con un capital semilla, convierte el garaje de su casa en una pequeña cocina que ofrece comida a domicilio, usando los productos de un agricultor cercano. O a esa familia campesina que, con un microcrédito, instala un sistema de riego por goteo y deja de depender de los vaivenes del temporal, asegurando su cosecha y vendiendo sus excedentes en la comunidad. Son historias pequeñas, sí, pero su impacto es inmenso. Son cifras rostros, con proyectos de vida.

Estos ejemplos revelan la diferencia fundamental entre la caridad y la inversión. La transferencia de efectivo sin un propósito productivo puede aliviar la necesidad de hoy, pero no construye el bienestar de mañana. El capital semilla, por el contrario, es un acto de confianza. Es decirle a una persona: “No te estoy regalando un pescado, estoy apostando a tu talento para aprender a pescar, para construir tu propia barca y, eventualmente, para enseñar a otros a hacerlo”. Es la diferencia entre un subsidio que se agota y una capacidad que debe permancer.

La pregunta, entonces, se vuelve obligada: ¿no debería una gran parte de esos programas, sobre todo entre quienes están en edad productiva, orientarse a ser capital semilla? ¿No sería más digno y más eficaz a largo plazo fomentar miles de pequeños negocios en lugar de administrar una dependencia clientelar? La diferencia es fundamental. Una es apostar por la capacidad y la inteligencia de la gente. La otra es apostar por su gratitud. Una construye ciudadanos; la otra, clientela.

Más artículos