
Tanto la selección juvenil como la mayor recibieron un duro golpe de realidad. La de menores de 20 años fue eliminada del Mundial de Chile a manos de la escuadra argentina. Un factor que seguramente influyó es que varios de los chamacos sudamericanos ya juegan en Europa. Buen esfuerzo y buen futbol de los dirigidos por Eduardo Arce pero desafortunadamente no les alcanzó para seguir adelante en la competición. Destacó especialmente Gilberto Mora, cuyas condiciones de crack han sido exaltadas por propios y extraños.
Por su parte, la obnubilada selección mayor cayó frente a su similar de Colombia en la cancha de Arlington. Paliza. 4-0 fue el marcador. Pesaron las ausencias de jugadores como Edson Álvarez y Raúl Jiménez. Se perdieron marcas, se dieron grandes espacios. Volvió a fallar la marca en balón parado. Dice Javier Aguirre que el proceso va bien. Ojalá que así sea. Aún así, no se ve cómo esta selección pueda dar el salto de calidad tan anhelado en el Mundial de Norteamérica, para el que faltan únicamente ocho meses.
Mientras tanto, ayer se despidió sorpresivamente el torero más cautivador que he visto desde que abracé esta bendita afición taurina hace más de 50 años. Morante se cortó la coleta en Madrid. Al verlo en las fotos de la develación de la estatua de Antonio Chenel “Antoñete” durante la mañana del domingo en la explanada del coso de Las Ventas, ¿quién se iba a imaginar que horas después iba a desatornillar la castañeta?
La lógica indica que tendría que haberse despedido en Sevilla pero los genios no son de planear, solo sienten y en consecuencia deciden. Se va en la cumbre de su obra artística, acaso atormentado por la depresión y una dolorosa enfermedad mental. No lo echan cual si fuera un decrépito acabado, se marcha cuando así lo ha querido.
Para torear con arte se requiere de un inmenso valor. En este sentido, Morante, con el sustento de su sobrado y sereno arrojo, ha hilado fino a lo largo de 37 años de fulgurante trayectoria. Es el torero de arte con más regularidad de la historia.
Por la mañana también había toreado en Madrid en el festival a beneficio del monumento a Antoñete que mencioné líneas arriba. Ponerlo a torear dos veces el mismo día en la misma plaza, una de corto y otra de luces, es una genialidad empresarial. Despedirse de repente, sin avisarlo, es un pronto que nos deja a los aficionados en un estado de orfandad, tristes y desmotivados.
Decir adiós de súbito ya lo había hecho Carlos Arruza en la Plaza México el 10 de febrero de 1952. Esa tarde alternaba con el cordobés José María Martorell y el norteño Humberto Moro, con toros de Tequisquiapan y Ernesto Cuevas. Sin decir agua va, tras pasaportar al cuarto del festejo, “El Ciclón” avanzó a los medios, se llevó la mano a la nuca, se desprendió el añadido y lo mostró al sorprendido gentío.
Haber disfrutado tantas faenas del maestro de La Puebla del Río es un privilegio inconmensurable que nos ha colmado el espíritu. Aunque nos pese a sus partidarios, deseo que no regrese a los ruedos como tantos diestros en la historia, para no entrar a un juego lastimero, para no desvirtuar las pesadas lágrimas que lloró ayer en el coso titular del mundo, antes de que su redondel se convirtiera en un maremágnum de grandes proporciones.