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lunes, octubre 13, 2025
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Siempre pensando en el pasado

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“Ay qué pesado, qué pesado / Siempre pensando en el pasado / No te lo pienses demasiado / Que la vida está esperando”.

La melodía es simple, casi infantil, un producto perfecto de su época. Y sin embargo, la letra de esa vieja canción de Mecano regresa a mí con una frecuencia que me incomoda. No es porque aquel éxito de 1986 me haya marcado por algún amor difícil, ni por una nostalgia particular por los años ochenta. Creo que su persistencia en mi memoria se debe a la contundencia casi brutal con la que describe una de nuestras más hondas y enfermizas tendencias nacionales: esa tortuosa obsesión por nuestro pasado.

Este domingo, como cada 12 de octubre, las redes sociales se convirtieron en el escenario para revivir nuestra herida originaria. El grito de “Nada que celebrar” resonó con fuerza, replicado por activistas que, en la propia Europa, arrojaron pintura roja sobre estatuas y cuadros que rememoran a Colón. Es un gesto que entiendo, un dolor que comparto, pero que al mismo tiempo revela una incapacidad casi patológica para procesar nuestra propia historia.

Recuerdo que, con motivo de los 500 años del viaje de 1492, se acuñó un eufemismo que en su momento pareció una solución elegante: “Encuentro de dos mundos”. A mí me bastó. Parecía un término que, sin negar la brutalidad de la Conquista, abría la puerta a reconocer la complejidad del nacimiento de una nueva civilización. Pero no, no ha bastado. Treinta años después, el eufemismo se siente como una curita sobre una herida infectada, y el clamor es que no hubo encuentro, sino invasión, genocidio y saqueo. Y así seguimos, como nación. Atrapados en una adolescencia perpetua, renegando del padre español y de la madre indígena violentada, sin aceptar que de esa colisión, con toda su sangre y su dolor, nacimos nosotros.

Somos un país que se tortura con su acta de nacimiento. Y la pregunta que me hago, la que me trae de vuelta a la canción de Mecano, es si podremos seguir siendo tan pesados. ¿Podremos seguir pensando siempre en el pasado, no para entenderlo, sino para hurgar en la herida y hacerla sangrar una y otra vez? ¿O es que hay una utilidad política en mantenerla abierta?

Porque hay que admitirlo: una herida sangrante es políticamente muy rentable. Permite construir una narrativa simple, un mundo en blanco y negro de buenos y malos. De un lado, el paraíso indígena, puro y sin mancha; del otro, el invasor codicioso y cruel. Esta visión, aunque históricamente falsa porque ignora la brutalidad del imperio azteca sobre sus vecinos, las alianzas, las complejidades, es un guion perfecto para el poder. Permite tener siempre un culpable externo a quien señalar (el colonialismo, la herencia española) para eludir las responsabilidades del presente. Mantiene al ciudadano en un estado de agravio permanente, una emoción mucho más fácil de manipular que la reflexión crítica.

Una herida abierta nos define como víctimas. Y desde la victimización es muy difícil construir un futuro. Una cicatriz, en cambio, es otra cosa. La cicatriz no niega el dolor. Es la prueba de que hubo una herida, y de que fue profunda. Pero también es la evidencia de que se ha sanado, de que la piel se ha cerrado y de que la vida ha continuado. Aceptar nuestra historia, con toda su violencia y sus contradicciones, es lo que nos permitiría transformar la herida en cicatriz.

Aceptar que somos tan herederos de la resistencia de Cuauhtémoc como de la astucia de los tlaxcaltecas. Aceptar que hablamos una lengua europea, rezamos a un dios de Oriente Medio y tenemos una cosmovisión mestiza que no es ni indígena ni española, sino algo nuevo y único. Aceptar, en fin, que somos el resultado de ese encuentro, no sus jueces.

Mientras tanto, seguimos siendo pesados, siempre pensando en el pasado. Y me temo que, de tanto pensarlo, de tanto hurgar en lo que fue, no nos estamos dando cuenta de que, como dice la canción, la vida, la nuestra, la de aquí y ahora, nos está esperando.

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