Se dice, en los asuntos del cuerpo, que la enfermedad habla de mil maneras antes de gritar. Lanza sus avisos en la fatiga inexplicable, en el dolor sutil, en alguna mancha, en la señal que preferimos ignorar. Solemos ser sordos a esos murmullos, hasta que el cuerpo, harto de hablar quedo, lanza un alarido de dolor que ya no podemos desoír.
Anoche, el corazón de Tepic lanzó uno de esos gritos. Y fue un grito de fuego.
Nos fuimos a dormir con la noticia amarga, con las imágenes del Mercado Juan Escutia siendo devorado por las llamas. Para muchos, es una tragedia económica, la pérdida de un inmueble, del sustento, del negocio que ha traspasado generaciones. Para otros, entre los que me incluyo, es una herida personal. Es pensar en el puñado de locatarios que, por diversas razones, estuvieron cerca de mi vida. Es el recuerdo de la infancia, de las incursiones de la mano de mi padre a esos pasillos coloridos y bulliciosos, en busca de los chocomiles más espumosos y fríos que mi imaginación pudiera concebir. El mercado es en todas las ciudades un organismo vivo, el corazón inmemorial del comercio, un lugar donde la relación entre el cliente y el vendedor tiene un matiz emotivo que el supermercado, con sus pasillos limpios e iluminados, impersonales, jamás podrá replicar.
Y ese organismo, como el cuerpo humano, llevaba años dando muestras de que necesitaba auxilio. Pero la noche de este martes, cansado de su vejez de sus males crónicos y agudos, lanzó su grito definitivo.
No se necesita ser un experto para entenderlo. Un mercado tan añoso, tan vital y tan visiblemente falto de mantenimiento preventivo, era una tragedia esperando ocurrir. La pregunta no era si iba a pasar, sino cuándo. Y la respuesta llegó anoche. Ahora, las preguntas se agolpan con una urgencia que quema: ¿De cuándo son sus últimos análisis clínicos? ¿En qué estado se encontraba su red eléctrica, ese sistema nervioso enmarañado y parchado a lo largo de décadas? ¿Y sus instalaciones de gas, sus techumbres, sus rutas de evacuación?
No lo sé. Pero debo suponer que el ayuntamiento tampoco lo sabe con certeza, y esa ignorancia es una forma de la irresponsabilidad. Porque si lo sabe, si existen dictámenes guardados en un cajón advirtiendo del riesgo, entonces la irresponsabilidad es mayúscula y roza lo criminal. Podría haberse iniciado por una veladora o por una parrilla mal apagada, el detonante es casi anecdótico. Aun así, si no era anoche, mañana o pasado habría tronado un transformador o habría surgido una fuga de gas. La causa de fondo no es la chispa, es el polvorín que dejamos crecer.
Este no es un mal exclusivo del Juan Escutia. Es una enfermedad sistémica. Sólo el mercado Morelos ha sido reconstruido totalmente hace pocos años, pero su mantenimiento, como es la costumbre, seguramente se limita a pequeñas reparaciones, sin un plan integral que garantice la seguridad a largo plazo. El resto de los mercados de la ciudad son edificios agónicos o, peor aún, muertos insepultos que seguimos habitando por pura inercia, esperando el siguiente colapso.
Esta costumbre de la desatención tiene una lógica política perversa. El mantenimiento es un trabajo lento, costoso y, sobre todo, invisible. Nadie corta un listón por cambiar el cableado de un mercado. Nadie se toma una foto por supervisar los tanques de gas. La política del espectáculo prefiere la inauguración a la preservación; es más rentable construir una obra nueva, por pequeña que sea, que invertir en el cuidado de lo que ya tenemos. Los mercados viejos son como abuelos incómodos a los que ya nadie quiere visitar, hasta que un día se caen y entonces todos corren a lamentarse.
¿Qué hacer ahora? La respuesta inmediata de las autoridades, la de reubicar a los locatarios y ofrecerles créditos, es acertada, pero no es suficiente. Es el analgésico que se le da al enfermo para calmar el dolor agudo, pero no la cirugía que necesita para sanar. Son, además, la foto después de la tragedia, la demostración pública de que se está actuando. Pero esta actuación, aunque necesaria, corre el riesgo de convertirse en un pretexto para volver a olvidar. Una vez que pase la emergencia y se entreguen los apoyos, la causa de fondo, la falta de una cultura de mantenimiento y prevención, volverá a quedar sepultada bajo la urgencia del día a día.
Después de este grito de fuego, se requiere una respuesta técnica, profunda e inteligente. Un diagnóstico real, no sólo del Juan Escutia, sino de todos nuestros espacios públicos. No podemos esperar a que el próximo grito sea más trágico, a que no sólo se pierdan locales, sino vidas. La memoria de esos pasillos, de esos rostros, de esos sabores de la infancia, merece más que un lamento. Merece que, por una vez, escuchemos el aviso antes de que el fuego nos lo tenga que gritar otra vez.