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jueves, octubre 23, 2025
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¿En dónde vamos a jugar? La culpa no es de los videojuegos

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Mientras el mundo busca culpables en las pantallas, olvidamos mirar lo que ocurre fuera de ellas: el miedo, la falta de guía, el abandono. Porque los videojuegos no crean violencia; a veces solo nos enseñan a sobrevivirla

Existe una historia muy conocida, la de dos hermanos que llegan a una isla que prometía descanso. Un paraíso, dijeron. Aguas cristalinas, cielos eternos, risas y descanso. Pero lo que encontraron fue un infierno.

El lugar estaba sometido por un dictador, un monarca enfermo de poder que mantenía cautiva a la princesa de su patria, como un trofeo arrancado del alma de un pueblo. Los nativos, despojados de su libertad, trabajaban hasta morir bajo el látigo, sus cuerpos reducidos a herramientas, sus voces a ecos de súplica. Los hijos del tirano, unas bestias nacidas del privilegio y la crueldad, torturaban por placer. Nadie escapaba a su sadismo, niños, ancianos, mujeres. El aire mismo se volvió un veneno; olía a hierro, a miedo, a sangre y carne quemada.

Los hermanos lo vieron todo. Y algo dentro de ellos se quebró. Ya no había descanso ni compasión, solo una rabia primitiva que los empujó al combate. De viajeros pasaron a verdugos. Mataron sin pestañear, arrasaron aldeas enteras, incendiaron fortalezas. Con cada golpe, con cada cuerpo que caía, algo dentro de ellos se extinguía también.

Comenzaron a consumir sustancias de origen incierto, brebajes y hongos que les daban fuerza, resistencia… y alucinaciones. Ya no distinguían enemigo de sombra. Peleaban con los dientes, con las manos, con lo que quedara de su razón. La violencia se volvió alimento, la sangre, una plegaria. Y en medio del caos, seguían avanzando, destruyendo todo lo que se interponía entre ellos y la promesa de liberar a la princesa.

Pero, ¿liberar qué, exactamente? ¿A ella? ¿A los esclavos? ¿O a sí mismos? La línea se desdibujó. En el fragor de la batalla, los héroes dejaron de parecer héroes. Solo quedaba el impulso ciego de destruir.

Es la historia de un videojuego lanzado en 1990 por Nintendo. Un clásico colorido, alegre, aparentemente inocente. Nadie dijo que Super Mario World incitaba a la violencia, ni al uso de sustancias extrañas. Nadie vio el infierno detrás del paraíso, ni la guerra que se libraba bajo la sonrisa de dos hermanos que, en su intento por salvar a una princesa, terminaron perdiéndose a sí mismos.

Años después, en 2018, otra casa productora, Santa Mónica Studio, presentó una historia distinta, la de un hombre que carga con el peso insoportable de sus errores y huye a tierras lejanas en busca de redención. Ya no es lo que era, sino un hombre roto que intenta reconciliarse con lo que fue y con lo que aún es. Quiere empezar de nuevo, formar una familia, escapar de su propia sombra, pero descubre que no es tan sencillo dejar atrás la violencia que lo forjó.

La vida, sin embargo, no concede redenciones fáciles. Tras la muerte de su esposa, emprende un viaje con su hijo, para cumplir su última voluntad: esparcir sus cenizas en las montañas más altas del reino. Lo que inicia como un acto de despedida se transforma en una travesía íntima de duelo, culpa y amor contenido. Padre e hijo avanzan entre dioses caídos, monstruos y paisajes helados, pero las verdaderas batallas ocurren en silencio, entre miradas, reproches y verdades que ambos temen pronunciar.

El hombre observa la rebeldía de su hijo, su hambre de respuestas, su inocencia frente a un mundo cruel, se ve reflejado en él. Pero le oculta su propia naturaleza. Miente para protegerlo, para alejarlo del destino que a él mismo lo condenó. Hasta que el cuerpo comienza a fallarle y la enfermedad lo obliga a confrontar su mayor temor, perder a su hijo o convertirlo en lo que él fue.

Entonces comprendemos que la vida de un hijo vale más que cualquier gloria o castigo divino. Que un hombre, incluso un asesino, es capaz de descender al infierno una y otra vez con tal de verlo a salvo. En ese viaje, la verdad se convierte en una herida y una revelación. El hijo descubre quién es, pero también quién fue su padre; y el hombre, entre la culpa y el amor, redescubre lo que había olvidado, que aún puede enseñar, cuidar, amar.

Porque, al final, God of War (El Dios de la Guerra) no es solo la historia de un guerrero, sino la de un hombre aprendiendo a sobrellevar su paternidad. Un ser que, pese a toda la sangre derramada, aún busca merecer el título más difícil de todos: el de ser padre.

De esas dos historias, ¿cuál calificarías como violenta? La respuesta es subjetiva. Una fue creada con apenas 16 bits, colores vibrantes y un aire infantil ad hoc a su época. La otra alcanza resoluciones de 1080p e incluso 4K, con gráficos hiperrealistas a 30 cuadros por segundo, donde cada gesto y cada golpe se sienten casi humanos.

Menciono esto porque el Gobierno de México propone aplicar un impuesto del 8 por ciento a los videojuegos considerados “violentos”. Pero, ¿quién decidirá qué títulos entran en esa categoría? ¿Quién asumirá la responsabilidad de esa clasificación? ¿O se trata simplemente de una forma de justificar la recaudación sobre una industria que no deja de crecer, con 2 mil 300 millones de dólares en ingresos anuales y más de 76 millones de jugadores activos, según un estudio de Endeavor?

José Ángel Garfias Frías, profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPyS) de la UNAM, especialista en videojuegos e industrias creativas, expone en su entrevista para la gaceta de la UNAM que el impuesto carece de sustento científico y corre el riesgo de alimentar prejuicios:

“Lo principal de este gravamen es la desinformación y la estigmatización. Al meterlos en la misma categoría que el tabaco o el azúcar, el gobierno sugiere que el consumo de videojuegos es nocivo para la salud. Y no hay un solo estudio en el mundo que demuestre una relación directa entre violencia en videojuegos y daños a la salud.”

El especialista señala que el impuesto parece más recaudatorio que preventivo y advierte que podría afectar la percepción social de la industria:

“Nuestro país es uno de los principales consumidores de videojuegos. Esta medida podría haber otorgado beneficios fiscales importantes, pero en cambio los estigmatiza bajo el pretexto de la violencia.”

Más allá de impuestos, Garfias enfatiza la importancia del acompañamiento familiar y escolar: “La mayoría de los videojuegos más vendidos son para todo público. El promedio de edad de un gamer hoy está entre los 30 y 40 años. Lo que hace falta son campañas de concientización para padres sobre qué juegos fomentar, cuáles promueven convivencia, resolución de problemas o incluso actividad física.”

La historia lo ha demostrado, tiene sus diferentes capítulos, en 1997 se presentó una demanda en nombre de los padres de tres niños asesinados en Heath High School, señalando que el perpetrador jugaba videojuegos violentos. Dos años después, en Columbine, se repitió la narrativa. Ambas demandas fueron desestimadas; no existía evidencia de una relación directa entre jugar videojuegos y cometer actos violentos.

Estos casos impulsaron cientos de estudios. En 2001, el Cirujano General de Estados Unidos, David Satcher, MD, Ph.D., concluyó:

“Los hallazgos sugieren que la violencia en los medios tiene un impacto relativamente pequeño en la violencia real.”

El informe destacó que los factores de riesgo más importantes en los tiroteos escolares estaban ligados a la estabilidad mental y al entorno familiar, no a la exposición a videojuegos.

El investigador Guy Cumberbatch, Ph.D., director del Communication Research Group del Reino Unido, señaló en un informe:

“La evidente debilidad de los estudios individuales y el patrón de hallazgos inconsistentes normalmente no nos llevarían a esperar afirmaciones sólidas sobre los videojuegos… Sin embargo, las afirmaciones más contundentes a menudo se basan en la evidencia más endeble.”

Finalmente, Lawrence Kutner, Ph.D., y Cheryl K. Olson, Sc.D., de Harvard, concluyen en Grand Theft Childhood:

“Los ‘grandes temores’ sobre videojuegos violentos, que los niños sean más violentos o cometan actos ilegales, no están respaldados por la investigación actual. Millones juegan y, aun así, el mundo no ha quedado reducido al caos y la anarquía.”

En definitivo (dijera mi buen Pablo Hernández) tras décadas de debate, investigaciones y análisis, todos coinciden en que la violencia en los videojuegos no se traduce automáticamente en violencia real. Lo que realmente moldea el comportamiento de los jóvenes son su entorno, su estabilidad mental y las condiciones en las que crecen. Y en México, esas condiciones no siempre son las mejores, especialmente para los niños sin supervisión, quienes desde temprana edad reciben un celular o dispositivo móvil para “entretenerse”, beben refresco en lugar de agua y enfrentan recortes en sus clases, como si su educación no fuera prioritaria, a eso, súmale las carencias y el crimen que los rodea. La realidad para los sectores más vulnerables es dura y cruda y los datos ahí están.

Por eso, es fundamental recordar que la ficción y la realidad siguen siendo mundos distintos, y que los temores sobre la influencia de los videojuegos han sido, en gran medida, exagerados.

Incluso el estudio que sustenta el impuesto [El efecto de los videojuegos en variables sociales, psicológicas y fisiológicas en niños y adolescentes de la Universidad de Costa Rica (2012)] reconoce que “la evidencia científica acerca de la temática de los videojuegos es algunas veces contradictoria. Se deben realizar una mayor cantidad de estudios con sólidos diseños de investigación”.

Más que imponer impuestos, lo que realmente se necesita es información, acompañamiento familiar y educación mediática. Los videojuegos son un arte, una forma de entretenimiento y una industria en constante crecimiento. Reducirlos a un “peligro social” como señala el diputado José Armando Fernández, porque según el y sin pruebas contundentes asegurando que los videojuegos causan adicciones, no solo ignora la evidencia, sino que repite temores antiguos y, de manera paradójica, perpetúa la misma violencia simbólica que supuestamente busca combatir.

En muchas ocasiones, los videojuegos son mucho más que entretenimiento, son refugio, consuelo y pequeñas islas de libertad en medio de un mundo que a veces se siente pesado y hostil. Son el escape de una realidad poco alentadora para quienes buscan un respiro; el instante sagrado en que un padre, después de una jornada interminable, se sienta junto a su hijo, comparte risas, derrotas y victorias, y encuentra en esos minutos la forma de conectar de verdad.

Son también la voz silenciosa que acompaña al joven tímido, al que la vida le cuesta abrirse, y que, por un momento, frente a la pantalla, siente que es suficiente, que sus esfuerzos valen, que es “genial”. O son la única ventana al mundo para alguien como Mats Steen, para quien los videojuegos se convirtieron en un puente hacia la vida que no podía alcanzar de otra manera, en un faro de compañía, de sueños y de esperanza en medio de la soledad. Durante la pandemia de covid, todos fuimos Mats.

Porque más allá de gráficos, resolución o violencia, los videojuegos son historias que nos permiten ser, aunque sea por un instante, quienes necesitamos ser, valientes, libres, conectados, humanos. Y tal vez, en esa magia silenciosa, reside su verdadero valor.

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