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martes, noviembre 4, 2025
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¿Adiós a la cosa juzgada?

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Hay palabras en el léxico del derecho que, de tan usadas, han perdido su peso. Se han convertido en un murmullo de abogados, en jerga que el ciudadano común escucha con distancia. Y, sin embargo, en esas palabras antiguas reposa todo el edificio de nuestra convivencia. La Barra Mexicana, Colegio de Abogados, nos ha recordado una de ellas, y lo ha hecho con un tono que hiela la sangre: “muy grave preocupación”. La palabra en cuestión es “cosa juzgada”.

El comunicado advierte sobre una “reciente intención atribuida al Máximo Tribunal” de analizar la revisión de fallos y sentencias firmes, dictadas por las Salas que la reciente reforma judicial desapareció. Lo que parece una disputa técnica sobre la transición de un tribunal es, en el fondo, algo mucho más grave: es la insinuación de que el pasado se puede reabrir. Es la idea de que un candado puesto por un juez supremo puede ser violado por otro juez supremo, dependiendo del humor político del momento.

Para entender la magnitud de lo que está en juego, hay que viajar al origen. Los romanos, esos arquitectos obsesivos de la convivencia, nos legaron un principio sin el cual la civilización es imposible: Res Iudicata. La cosa juzgada. Ellos, con su genio práctico, entendieron que la justicia humana nunca sería perfecta, pero que para ser útil, para servir a la paz social, debía ser, ante todo, definitiva. Comprendieron que un litigio sin fin no es un acto de justicia; es una forma sofisticada de la tortura.

La cosa juzgada es el momento en que el Estado, con todo su poder, dice “basta”. Es el punto final. Es la garantía de que una controversia, una vez resuelta por la última instancia, no volverá a perseguirnos. No es un tecnicismo; es la tierra firme sobre la que construimos nuestras vidas. Es lo que nos permite heredar un bien, firmar un contrato, disolver un matrimonio o saber, sin sombra de duda, quién es el dueño de qué, quién es culpable y quién es inocente. Es el pilar de la seguridad jurídica.

Lo que la Barra de Abogados denuncia es el intento de dinamitar ese pilar. Si la Suprema Corte se arroga la facultad de reabrir casos ya decididos, al margen de los cauces que la propia ley establece, nos envía un mensaje aterrador: que la justicia no depende de la ley, sino de los hombres que se sientan en el tribunal. Que el resultado de un juicio puede cambiar si cambian los jueces, si cambian los vientos políticos, si cambia el humor del gobernante.

El comunicado advierte que esto generaría una “incertidumbre generalizada”. Y es que, si se abre esa puerta, ¿dónde nos detenemos? ¿Qué sentencia firme será lo suficientemente firme para resistir una nueva mayoría en la Corte? ¿Los fallos de hace cinco años? ¿Los de hace diez? ¿Qué derecho adquirido está a salvo? La sola insinuación de que esto es posible es una fractura del Estado de Derecho.

Este impulso revisionista no es casual. Ocurre en un contexto donde se predica que todo el pasado es corrupto y que toda la estructura anterior debe ser desmantelada. Es la soberbia del presente que se cree moralmente superior al pasado, y que en su afán de “transformar”, está dispuesto a demoler las garantías que nos protegen a todos. La tentación de usar la Corte como un instrumento para corregir la historia a conveniencia es inmensa, pero es el camino directo a la tiranía.

Por eso el llamado “respetuoso pero enérgico” de los abogados es, cierto, una defensa gremial, y una advertencia a toda la sociedad. Si la cosa juzgada se vuelve cosa negociable, entonces la ley deja de ser un escudo y se convierte en un arma. Un arma que hoy apunta a otros, pero que mañana, cuando los vientos cambien de nuevo, apuntará contra nosotros.

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