
“Para el poder no hay nada más lucrativo que un mártir”, solté hace un par de días en una charla informal sobre Carlos Manzo. En ocasiones, la visión del gobernante parece cegada por un viejo adagio que Nicolás Maquiavelo escribió en su célebre obra El Príncipe: si vale ser más amado que temido, o temido que amado. Lo ideal sería ambas cosas, pero como la armonía es casi imposible, es más seguro ser temido.
A lo largo de la historia muchos gobernantes han encontrado este provocador dicho como una brújula para tomar decisiones. Mostrar mano dura contra quienes consideran enemigos de su proyecto, sin clemencias ni piedad, para lograr el máximo objetivo de su existencia: mantener el poder. Sin embargo, ese recurso termina siendo un arma de doble filo, ya que, aunque el temor persuade, también nos recuerda lo frágil que es el poder.
El mártir resulta ser una figura fascinante ante este hecho. La religión y la política han explotado su potencia emocional desde que el ser humano tiene memoria. Hace unos días hablábamos sobre la necesidad del proyecto de la Cuarta Transformación de mantener el monopolio de la persuasión: es decir, controlar la narrativa, lenguaje y rituales que se ejercen a lo largo del país.
El asesinato del alcalde de Uruapan abrió una nueva batalla por mantener este monopolio. Las imágenes de antes y después del homicidio se convirtieron en un espectáculo altamente atractivo para el consumidor común, por lo que resultó sencillo imponer narrativas opositoras al oficialismo. Sobre todo, cuando el Estado demostró cierta torpeza que generó una notable desconfianza institucional que otros actores aprovecharon sin demora.
El crimen organizado, señalado como autor material e intelectual del hecho, quedó fuera del debate. Carlos Manzo se convirtió en un símbolo de unidad para una oposición que no muestra signos de querer enfrentar a los presuntos asesinos, pero sí de buscar debilitar el monopolio narrativo construido por Morena desde 2018.
En un país altamente polarizado, la oposición encontró una grieta. Aprovechó el momento para disputar significados, generar empatía, cuestionar legitimidades y hasta reconfigurar el estatus moral de la sociedad.
El 15 de noviembre servirá como termómetro para demostrar si la estrategia rindió frutos.
Pero, vale la pena recordar que, aunque la figura del mártir está relacionada principalmente con la muerte a causa de una creencia o ideología, la finitud no es una condición indispensable.
Prueba de ello fue el mártir viviente Nelson Mandela, el sudafricano que logró trascender como un emblema de la resistencia, la dignidad, la unidad y sobre todo del perdón.
No obstante, esta asunción histórica a símbolo no llegó sola. La figura de Mandela se convirtió en la marca más visible de una campaña mundial contra el apartheid sudafricano. Para él, la prisión, lejos de ser una condena, se transformó en un refugio para su imagen que terminó llegando a las pantallas de todo el orbe.
Este ejemplo resulta indispensable para los gobiernos actuales. La muerte civil que conlleva la prisión puede ser igual de poderosa que la muerte física. Un preso político, un perseguido, censurado o silenciado puede desencadenar el mismo efecto desestabilizador para un régimen que un mártir caído.
Sin embargo, aunque las condiciones han cambiado en la era de los capitales y la sobreinformación, la protesta digital ha democratizado el debate, pero también lo ha diluido. Es cada vez más difícil que un líder social escale al nivel simbólico para constituirse como un mártir.
Paradójicamente, resulta más sencillo para el Estado fabricar sus propios mártires, que refuercen su posición monopólica. En Estados Unidos por ejemplo, el Estado utilizó el asesinato del activista conservador, Charlie Kirk, para legitimar su ideología. En México, el PRI entendió como capitalizar el homicidio de su candidato Luis Donaldo Colosio para prolongar su poder y reunificar a una sociedad polarizada.
Hoy la cuatroté enfrenta uno de los retos más grandes desde su creación. Por primera vez debe afrontar la desconfianza institucional que amenaza con salirse de control y los recursos que anteriormente funcionaban ya no bastan. La espada de Damocles se hace presente.
EN DEFINITIVO… La disputa por el monopolio de la persuasión no tiene final. Cuando una voz se extingue, mil más ocupan su lugar. Y alguna de ellas tendrá la legitimidad suficiente para desafiar al poder que creyó tenerlo todo controlado. Esa es la ironía del mártir: el poder intenta silenciarlo, pero lo único que logra es amplificarlo.



