
SEGURIDAD Y JUSTICIA, PELIGROSA DESARTICULACIÓN
Según el especialista en temas sociales, políticos y económicos, doctor Abel Ortiz Prado, la violencia criminal no surge en el vacío: prospera donde el Estado se ausenta. Los recientes asesinatos de figuras locales, como el alcalde de Uruapan y el líder limonero michoacano, exhiben un patrón de ingobernabilidad territorial y de erosión del Estado de Derecho. A pesar de la retórica oficial que coloca la seguridad como prioridad nacional, los recursos públicos cuentan otra historia: México destinará en el 2026 apenas el 0.86% del PIB a seguridad y justicia, -nivel equiparable al de países de baja incidencia delictiva como Noruega pero muy por debajo de otras naciones latinoamericanas comparables- el nivel más bajo en una década. Esta brecha entre discurso y presupuesto revela una peligrosa desarticulación institucional que deja a municipios y fiscalías sin capacidades reales frente a organizaciones delictivas. Como advierte el estudio “Estado de derecho 2026: en números rojos” de México Evalúa, la seguridad y la procuración de justicia han dejado de ser prioridades explícitas en el gasto público. El presupuesto se ha reorientado hacia compromisos sociales y financieros de alta inercia, mientras la función de seguridad pública se militariza. De los 408 mil millones de pesos destinados al fortalecimiento del Estado de Derecho en 2026, más del 58% se concentrará en instancias militares, dejando a las civiles con solo apenas el 42%. Paradójicamente, mientras los recursos castrenses crecen por reasignaciones administrativas —como la incorporación de la Guardia Nacional a la SEDENA—, los tribunales, fiscalías locales y entidades federativas enfrentan recortes severos, que debilitan la capacidad civil del Estado Mexicano.
HAY QUE ATENDER LOS MUNICIPIOS
El municipio debería ser el primer frente contra la violencia, pero en México es el eslabón más débil del federalismo y en esta circunstancia la última prioridad. La falta de autonomía fiscal, la dependencia de transferencias y la fragilidad operativa lo vuelven rehén del crimen y de la política centralista. Entre 2008 y 2015, los municipios recibieron recursos para la profesionalización, equipamiento y prevención del delito a través del SUBSEMUN creado mediante el Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF) 2018, posteriormente sustituido por el FORTASEG con objetivos similares, aunque con nuevos criterios de asignación y evaluación. Ambos fueron eliminados del programa presupuestario en 2021, dejando a los municipios sin ese apoyo justo cuando la incidencia delictiva aumentó de 30,535 a 34,918 delitos por cada 100 mil habitantes entre 2010 y 2024 (ENVIPE), y la percepción de inseguridad pasó de 60.3% a 64.7%. El Fondo de Aportaciones para la Seguridad Pública (FASP) —instrumento federal que transfiere recursos a las entidades federativas— también ilustra esta decadencia: En 2026 apenas contará con 9,951 millones de pesos, solo 1% más que en 2025, pero 29% menos en términos reales respecto a su máximo histórico registrado del 2014. Desde el 2010, el FASP mantiene una tendencia decreciente, sin fórmula de actualización, sujeta al criterio político del Congreso y la SHCP, a diferencia del resto de los fondos de aportaciones federales para entidades federativas del Ramo 33 del PEF.
LA TERRIBLE IMPUNIDAD
La impunidad se ha convertido en el combustible invisible de la violencia en México. Lo que inició como un fenómeno asociado a estructuras de violencia organizada, hoy se ha derramado hacia la vida cotidiana. La ausencia de consecuencias reales frente al delito —desde los homicidios de alto perfil hasta el robo menor— ha generado un efecto de imitación que fractura el orden social. Cuando el Estado tolera o es incapaz de castigar los grandes crímenes, envía un mensaje nítido al resto de la sociedad: “las reglas pueden quebrarse sin sanción”. Es el mismo principio que describe Robert K. Merton en su teoría de la anomia: “cuando las normas dejan de tener legitimidad, los individuos buscan sus propios atajos para sobrevivir, incluso si eso implica delinquir”. Así, la violencia se “democratiza”. Ya no proviene únicamente de las organizaciones delictivas, sino también de delincuentes menores -muchos de ellos incluso recluidos en centros penitenciarios- que actúan con la certeza de que nada les pasará. La impunidad se vuelve aspiracional: si los poderosos no enfrentan castigo, ¿por qué lo haría el ladrón, el extorsionador o el agresor común?
LA SOCIEDAD VIDE CON MIEDO
La sociedad, por su parte, responde con miedo: miedo a denunciar, miedo a salir, miedo a confiar. Es un miedo que erosiona silenciosamente la vida pública y convierte el espacio ciudadano en territorio del silencio y la resignación. En este contexto, la crueldad se banaliza: ancianos asaltados, mujeres violentadas, pequeños comerciantes extorsionados, trabajadores asaltados en su transporte al trabajo, niños expuestos a agresiones —no como excepciones, sino como síntomas de una normalidad perversa-. Si la inseguridad se limitara a los enfrentamientos entre organizaciones delictivas, el problema, aunque grave, estaría acotado; pero la impunidad lo desborda todo. El hecho de que la propia presidenta de la República haya sido agredida en su persona, en un acto público y con plena visibilidad mediática, trasciende el evento aislado: representa el colapso de los límites del respeto social y de la autoridad simbólica del Estado.
VEREMOS Y DIREMOS. SALUDOS.



