«Cuando los odios andan sueltos, uno ama en defensa propia». El micropoema de Mario Benedetti se levanta ante mí con la fuerza de un aforismo para estos tiempos ásperos. Es un eco que resuena, ofreciendo una hoja de ruta en un mapa político donde la brújula moral ha enloquecido.
Parece que los políticos de todo el mundo y a un mismo tiempo han encontrado el secreto de la rentabilidad en la polarización. El camino más corto para consolidar el poder pasa por la incitación del odio. El odio es barato, inflamable y, sobre todo, un eficiente simplificador de la realidad. Para el poder es innecesario convencer. Le basta señalar a un enemigo y asegurarse de que la rabia colectiva se mantenga encendida, apuntando siempre hacia afuera.
El arte del político contemporáneo consiste en encender los odios de grupos, clases, credos, color de piel y cientos de etcétera. La realidad se reduce a un melodrama binario: la pureza del “nosotros” contra la maldad intrínseca del “ellos”. En este escenario de guerra permanente, la cordura es cada vez una isla más escasa, una utopía que se desvanece en el mar convulsionario y polarizado que nos han dibujado.
Frente a esta crudeza, el remedio que ofrece Benedetti parece terriblemente pobre, casi insuficiente para tan gran mal. ¿Cómo puede la intimidad de un verbo, la fragilidad del amar, ser una respuesta a la brutalidad organizada del resentimiento político? El poder nos exige grandes gestas, marchas épicas, confrontaciones definitivas. Nos pide que seamos guerreros. Y la respuesta poética nos pide, en cambio, ser jardineros.
Esa respuesta poética es una resistencia moral de primer orden que se opone a la demanda de simplificación que emana desde el púlpito del poder. Amar en defensa propia es la decisión deliberada de no permitir que el veneno del odio político penetre y defina nuestros espacios más íntimos. El odio es la herramienta más eficaz del poder porque busca convertirnos en una réplica exacta de aquello que combatimos. Si el sistema nos quiere rabiosos, divididos, desconfiados del vecino, el acto de defensa propia consiste en negarle esa victoria. Es un trabajo lento, callado y afectivo.
Amar en defensa propia significa, en primer lugar, defender los espacios de la complejidad. Significa negarse a suscribir el guion binario del político. Es la decisión de sentarse a la mesa con el que piensa distinto, de escuchar su dolor o su rabia, no para convencerlo, sino para recordarle, y recordarnos, que antes de ser un votante, una etiqueta o un adversario, es un ser humano. Es una ética del matiz en un mundo que sólo entiende de brochazos gruesos.
Si pensamos en la raíz de nuestra civilización, los griegos valoraron la polis como el lugar donde los hombres podían hablar sin matarse. El logos, la razón, era el antídoto al pathos, la pasión ciega. La demagogia, esa vieja enfermedad de la democracia, siempre se propuso ahogar el logos con el grito. Cuando los odios andan sueltos, la defensa propia es el esfuerzo de reinstalar la razón, de forzar el diálogo allí donde solo hay espacio para el eco.
En un nivel más profundo, esta resistencia se centra en el cultivo de la belleza y la ternura. El poder que incita al odio quiere mentes simples, corazones endurecidos, súbditos que vean en el otro sólo una amenaza. La verdadera subversión, la única capaz de desarmar la maquinaria, es aquella que mantiene viva la capacidad de asombro, la generosidad y la empatía por el destino ajeno. Es mantener encendida la llama de la curiosidad y la duda en un ambiente donde sólo se permite la certeza dogmática. Es proteger nuestra biblioteca interior, ese tesoro de voces diversas, contra el ruido monótono de la propaganda.
Hay un sacrificio implícito en esta defensa. Es la renuncia a la confrontación estéril en redes sociales, el apagón consciente de la televisión que sólo emite la división. Es la urgencia de reubicarnos en lo que nos nutre: la amistad, el arte, la risa, el silencio. Son esas islas de cordura que, aunque parezcan insignificantes, se convierten en refugios.
El remedio benedettiano es pobre, sí, porque no promete la derrota del adversario, no ofrece el triunfo electoral que el sistema nos exige. Su promesa es otra, de naturaleza mucho más esencial: la preservación del yo. En el ajedrez del poder, la pieza más valiosa que uno puede salvar es el propio corazón. La victoria se sitúa fuera del tablero político, pertenece al ámbito de lo existencial.
Cuando el odio es la moneda de cambio, cuando la política ha decidido que la guerra es el estado natural de las cosas, el acto de amor se vuelve un acto de guerra civil interna. Es la lucha del individuo por no dejarse arrastrar a la barbarie. Y en esa lucha solitaria, en esa resistencia íntima, está la única y definitiva victoria que realmente importa: la de mantenernos humanos a pesar de todo. Por eso, en esta época de odios sueltos, el amor se ha vuelto nuestro último y más indispensable derecho. Es la única esperanza.



