Cada que va uno a Santiago Ixcuintla parece escuchar aquella voz que camino a Comala advirtió a Juan Preciado: “Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren al llegar al infierno regresan por su cobija”.
Pero este sábado 23 de noviembre, a las dos de la tarde, los treinta y dos grados del recibimiento parecen una caricia. La promesa de vencer el clima con hielo Polo Sur funciona como un espejismo refrescante en medio del vaho.
La cita era para los invitados a la inauguración de la fábrica de hielo Polo Sur Santiago, un enclave industrial de muros altos y maquinaria plateada que promete domar la voracidad de la intemperie. Fue una tarde de corte de listón con agua bendita (por supuesto que Ciel), camarones, cubos de hielo con todas las combinaciones líquidas posibles y mariachi.
Sin embargo, bajo la carpa donde reinaba el aire denso color rojo Coca-Cola, ocurría algo más profundo que el protocolo empresarial de una inauguración: para quien sabe leer los gestos del poder y la familia en Nayarit, era una transferencia en estricto lenguaje taurino.
La reunión tenía un subtexto dinástico, casi ritual. Era una “alternativa”, como se dice en la fiesta brava cuando el matador veterano, dueño de todas las plazas y de todas las cicatrices, cede la muleta y la espada al novillero que ya pinta para maestro. Allí estaban los protagonistas de esta saga del capital nayarita: Antonio Echevarría Domínguez, el patriarca que a sus ochenta y dos años sigue marcando el paso con una memoria que archiva nombres, fechas y agravios con precisión quirúrgica; y Antonio Echevarría García, quien recibe el encargo de la continuidad bajo la mirada atenta de la vieja guardia y la curiosidad de los nuevos socios.

El primero en tomar el micrófono fue el alcalde Sergio González García. Su discurso desveló una verdad económica brutal y simple: sin hielo, la riqueza de la marisma se pudre en el muelle.
“Uno a veces no saca camarón porque no hay hielo”, confesó con la franqueza del que ha visto perderse cosechas enteras bajo el sol inclemente de la costa. No hay tragedia mayor para el pescador que tener el producto y ver cómo el calor lo devora antes de llegar al mercado. Sergio narró la anécdota de un sobrino enviado a cargar las barras cristalinas a la nueva planta, quien regresó con una sentencia de mercado irrevocable: “Está más caro, tío, pero rinde el doble”. En esa frase de comercio básico se condensaba la lógica de todo el evento: la eficiencia industrial aterrizando en la economía de la panga y la supervivencia diaria.
“Santiago ya no es como antes, cuando usted lo conoció en la Costa de Oro”, le dijo Sergio a don Antonio, reconociendo que la bonanza del tabaco se fue, pero la necesidad de sobrevivir no para de crecer.
Pero el centro gravitacional del evento, el sol alrededor del cual orbitaban los discursos y las miradas, fue Antonio Echevarría Domínguez, el hombre que ha sido todo en la vida pública y privada del estado. Tomó la palabra y convirtió el estrado en una extensión de la sala de su casa.
A sus ochenta y dos años, recordó su nacimiento, un 11 de marzo de 1944 por la calle Morelos, entre Zaragoza y otra que la memoria ya desdibuja. Habló de la tortillería de doña Eulogia y de la partera, doña María Cornejo, que lo trajo al mundo “puje y puje” porque venía “medio toscón”. Narró la oscuridad de aquel Santiago sin luz eléctrica, donde su padre lo llevó a registrar. El oficial del registro civil, en un acto de burocracia creativa de aquellos tiempos, lo anotó el día 12. “Oficialmente soy del 12, entonces me emborracho el 11, el 12 y me la curo el 13”, soltó, provocando esa risa cómplice, desarmando la solemnidad del presídium y conectando con la audiencia desde la picardía.
Su discurso fue un viaje pendular. Fue del Santiago de 1938, cuando su padre distribuía Coca-Cola y Corona en una geografía sin carreteras, hasta este presente tecnificado. Recordó cuando lo mandaron a “buscar fortuna”, que no era encontrar un tesoro, sino aprender a trabajar. “La fortuna que yo hallé fue la planta”, dijo, rememorando sus días de almacenista.
“Yo no quería hablar, yo quería que hablara Toño, mi hijo. Porque ya le estoy dando la alternativa”, dijo, señalando con un gesto amplio a la cuadrilla de nietos y sobrinos (Juan Antonio Preciado Echevarría, Daniel Héctor Saucedo Echevarría, Enrique Echevarría Aldrete, y otros más) que ocupaban la primera fila. Esa “cuadrilla” administrativa, una mezcla de sangre nueva y apellidos viejos, es la que ahora entra al quite.

Y ahí, don Antonio no pudo evitar el rasgo que lo define: la política como extensión del negocio. Al hablar de las utilidades que recibirán estos jóvenes socios, lanzó el dardo: “Ellos son los primeros que ganan utilidades, no como los comunistas que están en Palacio Nacional”. La frase flotó en el aire caliente, un recordatorio de que en su visión del mundo, el capital y el trabajo son sagrados, y la ideología es un estorbo. Había algo testamentario en sus palabras, la certeza de que el tiempo es el único recurso que no se puede fabricar en una planta de refrigeración.
Luego tocó el turno a Antonio Echevarría García. El hijo. El exgobernador que regresó a ser empresario. Su tono fue distinto: menos nostálgico, más operativo, enfocado en la “talacha”. Si el padre ponía la mística y la historia, el hijo ponía la estructura y la advertencia.
Recordó su propia iniciación, lejos de las oficinas refrigeradas. Habló de las vacaciones de 1987, cuando siendo un adolescente de catorce años, su padre lo mandaba a cargar cajas de refresco, a “subirse a los camiones”. “Mi papá se jubiló a los 81, yo me voy a jubilar a los 60, advirtió, marcando su propia raya en la arena, una diferencia generacional clara. Narró cómo el trato era duro: vender cajas de Top manzana o no regresar a casa, las progresivas exigencias del tío Paco Arias, y la primera quincena, íntegra, entregada a la madre. Ésa fue su escuela de negocios.

Toño habló de los veintitrés colaboradores contratados, todos locales, cumpliendo la exigencia del abuelo de que el dinero generado en Santiago se quede en las bolsas de Santiago. Mencionó a Miguel Salinas, el gerente de ventas, y a Daniel Héctor, el abogado recién llegado a Tepic. Habló de la deuda bancaria con la naturalidad de quien entiende que el crédito es la gasolina del crecimiento, pero también lanzó un mensaje cifrado a sus detractores: “Hay mucha gente que o nos quiere o no nos quiere… esta generación de empresarios nuevos tiene que enseñarse a tapar bocas con trabajo”.

Y a la nueva generación, a esos sobrinos que lo escuchaban desde las sillas plegables, les soltó la advertencia: “Hay que demostrar que son gente de trabajo… si están peluditos y les gustan las muchachas y la cerveza, también que les guste traer dinero en la bolsa”. Fue un recordatorio público de que el apellido Echevarría abre puertas blindadas, pero sólo el sudor evita que se cierren en las narices. Hizo también un guiño a su pasado reciente en la función pública federal, saludando a los amigos de la Comisión Federal de Electricidad: “Hace cinco meses dejé de ser parte de la CFE, pero hicimos muchos amigos… el principal activo para la hielera es la energía”.
La maquinaria detrás de ellos, limpia, ordenada, zumbaba suavemente. Era el sonido de la modernidad instalada en la costa. Un sistema capaz de escupir toneladas de invierno envasado para que el camarón llegue fresco al mercado local o al centro del país. Es la industrialización de la supervivencia en un lugar donde el clima conspira para pudrirlo todo.

Mientras los discursos terminaban y el agua bendita liberaba la tensión protocolaria, el mariachi El Quevedeño afinaba las trompetas. Y empezó la comida y las canciones de amores no correspondidos, caídas, traiciones y promesas de amor.
Casi a las cinco de la tarde, con la amenaza inminente del sol de meterse al mar a roncar, y con el termómetro marcando todavía veintiocho grados necios, los músicos seguían aporreando guitarrones.

El conductor de televisión, presente en una mesa, seguía la letra de las canciones con la mirada perdida, quizás en memoria de pasiones remotas que el calor reaviva. Y entonces, se produjo la paradoja final de la tarde. En la inauguración de una fábrica diseñada para congelar el mundo, para detener el tiempo mediante el cero absoluto, la música pedía fuego:
El mariachi entonó los versos de José Alfredo Jiménez, el filósofo de la cantina mexicana, y la letra se elevó sobre el murmullo de los invitados y el tintineo de los vasos llenos de hielo nuevo:
Préndeme fuego si quieres que te olvide / Méteme tres balazos en la frente / Haz con mi corazón lo que tú quieras / Y después por amor, declárate inocente.
Afuera, el asfalto de Santiago seguía irradiando el calor acumulado de siglos, ese calor que Rulfo describió como el aliento del infierno. Adentro, la maquinaria comenzaba su ciclo interminable de hacer hielo, indiferente a las pasiones humanas que ardían en las canciones y a las dinastías que se pasaban la estafeta bajo la carpa.
El frío es una industria, pero en Santiago, sobrevivir al calor es un arte inmortal.



