
El Serengueti digital es vasto y oscuro, lo he descrito muchas veces en mis columnas, un territorio donde conviven proxenetas, buitres, oportunistas y toda clase de depredadores que cazan a la primera distracción. He insistido tantas veces en ese lado salvaje que casi parece que internet es sólo eso. Pero incluso en ese mismo ecosistema, lleno de fauces y sombras, de vez en cuando emerge una luz tan inesperada que nos obliga a detenernos. Y a recordar que, contra pronóstico, todavía existe humanidad.
La primera historia es vieja para los estándares del internet, pero sigue siendo una de las pruebas más contundentes de que las redes pueden unirse por algo que no sea violencia. En 2021, Tomás Blanch, Tomiii 11 (como se le conoció en su canal), un niño chileno que padecía un tumor cerebral, decidió abrir un canal de YouTube para cumplir el sueño de ser youtuber. Su voz era frágil, su movilidad limitada, pero su carisma era tan grande que la comunidad entera, no sólo gamer lo abrazó sin reservas.
En cuestión de horas pasó de unos cuantos seguidores a millones. No fue por conmiseración, fue por una voluntad colectiva de regalarle un triunfo antes de que su enfermedad se lo impidiera. Murió meses después, pero dejó una lección que rara vez reconocemos, en medio del ruido y la violencia digital, también existe la capacidad de construir algo que inspire.
La historia reciente de Juan de Dios confirma que esa chispa no se extinguió. Este joven veracruzano, que enfrenta un sarcoma de Ewing, publicó en TikTok una petición dirigida al llamado Honorable Consejo de Hombres para empeñar su consola Xbox y pagar su última quimioterapia. Ese consejo, que para muchos es sólo un espacio humorístico donde los hombres consultan cosas “triviales”, funciona bajo un puñado de reglas no escritas sobre la masculinidad.
Ahí conviven códigos que para muchos pueden parecer absurdos, como el de no comprarse nunca una cartera, porque “una cartera se cambia hasta que se acaba o hasta que alguien te la regala”, no se gasta dinero en ella. Y entre esos mismos códigos existe una norma simbólica mucho más seria, una consola no se toca, a menos que la vida obligue. Juan de Dios pidió permiso para romper esa regla. Y lo que obtuvo como respuesta superó cualquier chiste.
La comunidad, que simula ser un consejo medieval, decidió ignorar la regla. No sólo le prohibieron empeñar la consola, también organizaron una colecta para cubrir su tratamiento. Desde depósitos de centavos hasta aportaciones de miles de pesos, los usuarios se movilizaron con una rapidez que pocas campañas humanitarias logran. A esa solidaridad se sumó el Aquelarre de Mujeres, la contraparte del consejo, con quienes mantienen una rivalidad ficticia. Esa rivalidad se suspendió en minutos porque había algo más importante que seguir el juego. Entre ambos bandos juntaron el apoyo para que Juan de Dios siguiera adelante sin renunciar a lo último que tenía para distraerse del dolor.
Días después, Juan de Dios subió un video agradeciendo a todos. Ahí dejó claro algo que no aparece en la viralidad, la magnitud del peso que le quitaron de encima. Contó que no sólo logró juntar lo necesario para la última quimioterapia, también para la hospitalización, las próximas consultas, los estudios posteriores, la premedicación y todo lo que su familia ya no sabía cómo iba a pagar.
Dijo que su papá estaba pensando en vender la camioneta y su hermano en vender lo que pudiera, y que gracias a la colecta eso ya no sería necesario. Reconoció que llevaba un año entero peleando contra la enfermedad, gastándose física, emocional y económicamente, y que por primera vez desde enero él y su familia podían respirar. “Estos días ni siquiera nos hemos acordado de todo lo que ha pasado, porque estuvimos centrados en la alegría”, dijo.
Y remató con algo que debería quedar grabado, que está convencido de que esta pesadilla está por terminar y que, gracias a la ayuda de miles de desconocidos, esa quimioterapia podría ser la última. Agradeció a todos, y claro, celebró que no tuvo que empeñar la Xbox.
Estas dos historias, separadas por años y plataformas distintas, muestran algo que solemos olvidar cuando analizamos el lado oscuro de las redes. El mismo territorio donde se reproduce el odio, donde abundan los acechadores y donde cualquier error se vuelve carne fresca para los depredadores, también es el lugar donde las personas pueden coordinarse para hacer el bien sin pedir permiso, sin esperar reconocimiento y sin exigir nada a cambio.
Ese es el verdadero Serengueti digital. No es sólo selva ni sólo luz. Es un ecosistema impredecible donde la crueldad convive con una capacidad de empatía que aparece cuando menos lo esperamos. Y quizá, a pesar de todo lo que he dicho sobre sus sombras, lo más honesto es admitir que estos destellos valen la pena y nos regresan esa fe en la humanidad.
Porque nos recuerdan que todavía hay personas que no están dispuestas a abandonar a un desconocido. Personas capaces de romper su propio “juego” para salvar a alguien que ni siquiera conocen.
En un mundo donde la violencia suele ganar la conversación, estas luces no son excepción, son recordatorio, de que el Serengueti digital no sólo muerde, a veces, sólo a veces, también cura.



