En Tepic, moverse no siempre significa avanzar. Para miles de personas con discapacidad motriz, desplazarse es un ejercicio constante de cálculo, resistencia y riesgo. Cada rampa mal diseñada, cada banqueta rota, cada escalón innecesario obliga a tomar decisiones que la mayoría nunca tiene que pensar: ¿por dónde bajar?, ¿cuánta fuerza queda?, ¿vale la pena cruzar aquí o esperar otro semáforo?, ¿qué es más peligroso, la banqueta o el arroyo vehicular?
En esta ciudad, la discapacidad no se limita al cuerpo. Está en el concreto, en el diseño urbano, en la lógica institucional que sigue construyendo como si la movilidad fuera homogénea y eterna. Como si todos pudieran subir escaleras, caminar largas distancias o sostener el equilibrio sin ayuda.

Las cifras oficiales dan contexto, pero no alcanzan a explicar la experiencia. En Nayarit, más de 68 mil personas viven con alguna discapacidad. De ellas, más de 33 mil presentan dificultades para caminar; 28 mil enfrentan limitaciones visuales y más de 11 mil requieren apoyo para actividades básicas. Casi un tercio reconoce que calles, transporte y edificios públicos no están pensados para su movilidad. No es una queja aislada o de unos cuantos, es una constante que define su relación con la ciudad.
Cada sábado, en el Parque La Loma, un grupo de personas en silla de ruedas se reúne para entrenar. No lo hacen por deporte ni como parte de una terapia médica, sino porque la ciudad les exige habilidades que nunca deberían ser necesarias. Practican subir rampas con pendientes fuera de norma, bajar escalones sin apoyo, desplazarse sobre empedrados irregulares y maniobrar entre obstáculos urbanos que parecen colocados sin ningún criterio. Ese día estuvieron Rodolfo, Lorenzo, José Roberto, Emanuel, Hannah, Omar y José Guadalupe.




El colectivo Chuecoras nació de una realidad cotidiana marcada por la adaptación constante. Su nombre no es casual, ellos mismos se llaman “chuecos” en tono de cotorreo, un código íntimo que circula sólo entre ellos, no por eso permiten que alguien más se los diga; mientras que “coras” remite directamente a su identidad y a su pertenencia nayarita.
La historia del colectivo se remonta a un momento clave en la vida de algunos de sus integrantes, quienes tuvieron la oportunidad de recibir capacitación en vida independiente en la Ciudad de México. Fue ahí donde vivieron una revelación inesperada: se desplazaban con mayor soltura que muchos usuarios de silla de ruedas originarios de la capital; en teoría, eran más ágiles. Sin embargo, esa habilidad no era producto de un mérito excepcional, sino de la necesidad. En Tepic, la precariedad del entorno obliga a adaptarse para sobrevivir; de otro modo, el riesgo es desaparecer del espacio público.

A partir de ese momento, el colectivo asumió una tarea que ninguna institución había tomado en serio, enseñar a otras personas con discapacidad a usar la silla, recuperar la autonomía, salir de casa, enfrentar el miedo y reapropiarse no sólo de la ciudad, sino también de su propio cuerpo. Su trabajo va más allá del entrenamiento físico; implica un proceso mental y emocional. Porque el encierro no siempre es corporal: muchas veces es consecuencia de un entorno que intimida y expulsa.
En Tepic, las banquetas suelen ser un privilegio intermitente. Autos estacionados, postes, registros abiertos, desniveles y tramos inexistentes obligan no sólo a las personas en silla de ruedas, sino a todos en general, a bajar al arroyo vehicular. Circular entre coches se vuelve parte de la rutina. No por elección, sino por falta de alternativas.
El riesgo es constante. Un conductor que no mira, un claxon impaciente, un semáforo que no considera el tiempo real de cruce. Para quienes no tienen fuerza suficiente o entrenamiento previo, estas condiciones significan aislamiento. Dejan de salir. Dejan de intentar. No porque no quieran, sino porque la ciudad les deja claro que no está hecha para ellos.
Todos ellos coinciden que el centro de Tepic concentra una paradoja evidente. Es la zona con mayor cantidad de rampas y, al mismo tiempo, una de las más peligrosas. Muchas fueron construidas sólo para cumplir con la forma legal, no con la función. No respetan inclinaciones, no consideran el peso de una silla ni el esfuerzo necesario para impulsarla.
Para usuarios experimentados, como algunos del colectivo, son un reto físico. Para personas recién lesionadas, adultos mayores o quienes no dominan la silla, son una barrera infranqueable. El resultado es silencioso pero contundente, el centro se vuelve un territorio excluyente, incluso para quienes deberían tener pleno derecho a transitarlo.
La exclusión no termina en la calle; se profundiza en hospitales y escuelas públicas, espacios donde la accesibilidad debería ser incuestionable. Muchos centros de salud carecen de rampas funcionales, sanitarios adaptados o camillas accesibles. Incluso en hospitales relativamente nuevos, la accesibilidad suele ser apenas parcial, diseñada para cumplir con el expediente y no para garantizar la autonomía.
La experiencia cotidiana lo evidencia con crudeza. “Me ha tocado que las camillas están muy altas. Para subirme a una así, simplemente no puedo. Y eso que entreno, pero no la hago”, narra Omar. A menudo, la respuesta del personal es otra forma de exclusión: “Entonces me dicen: ‘oye, ¿por qué vienes tú solo?’ Yo vivo solo. ¿A quién tengo que traer o qué? Me dicen que necesito venir con alguien. ¿Y cómo voy a traer a alguien si vivo solo?”. Para él, la solución es clara y concreta: esa es una de las adaptaciones básicas que los hospitales siguen debiendo.
En el ámbito educativo, la omisión tiene consecuencias que muchas veces resultan irreversibles. Escuelas públicas sin rampas, sin baños accesibles y sin condiciones mínimas han empujado a personas con discapacidad a abandonar sus estudios, como ocurrió con Hannah y Emanuel: ella concluyó hasta la secundaría; él apenas logró retomar la prepa. No se trata de una falta de capacidad intelectual, sino de una realidad mucho más básica y contundente: simplemente no pueden entrar al aula, subir a un segundo piso o desplazarse dentro del plantel.
La llamada inclusión educativa termina dependiendo más del esfuerzo individual (la presión de una madre o la buena voluntad de un director) que de una política pública efectiva. “Las escuelas no están adaptadas para nosotros y lo único que dicen es: “No estamos adaptados para ti, busca otra escuela”, comenta Emanuel, uno de los miembros más jóvenes del colectivo. El problema se agrava cuando se trata del plantel que corresponde por sector, el de la colonia, el más cercano. Aun así, la alternativa suele ser buscar una escuela más lejana, asumir mayores traslados y costos, solo porque el sistema educativo no ofrece las condiciones básicas que se necesitan.
El acceso al empleo formal es otra frontera casi imposible de cruzar. Muchos procesos de contratación avanzan sin obstáculos hasta que aparece la realidad física del espacio: un escalón, una puerta estrecha, un baño inaccesible. La entrevista suele terminar ahí, aunque nadie lo diga de forma explícita.
Rodolfo lo vivió en carne propia. “Fui a una entrevista en una empresa farmacéutica de la India. La verdad es que todo iba muy bien, la entrevista estaba fluyendo, hasta que llegó el momento de que la persona que me entrevistaba me enseñara el lugar”, agrega. Fue entonces cuando los obstáculos se hicieron evidentes: los escalones, la puerta del baño, la falta de accesibilidad. “A partir de ahí cambió todo. Me di cuenta de que ya no me veía con el mismo interés; parecía que acomodar el espacio para mí era un problema. Y, obviamente, después ya no me llamaron”.
Las leyes hablan de cuotas de inclusión, pero la supervisión es casi inexistente. Las empresas suelen argumentar costos, adecuaciones pendientes o falta de infraestructura. Las empresas suelen ser francas: adecuar cuesta dinero. Prefieren no hacerlo. Aunque la ley establece cuotas de inclusión, la supervisión es inexistente. El resultado es la autoexclusión forzada y el autoempleo como única alternativa viable. Tatuadores (como José Roberto y Hannah), técnicos (como Omar), barberos (como José Guadalupe) comerciantes, trabajadores independientes que no eligieron ese camino por vocación, sino porque el mercado formal les cerró la puerta.
En Tepic, el transporte público no está pensado para personas usuarias de silla de ruedas. No hay camiones con rampas ni sistemas adecuados de acceso. La comparación con otras ciudades es inevitable. “La Ciudad de México es enorme y aun así el transporte público conecta prácticamente todos los puntos. Te puedes mover a donde quieras”, señala Lorenzo. A su juicio, si en Tepic el transporte funcionara de verdad y llegara a todas las colonias, muchas personas con discapacidad se animarían a salir, ir al centro y atender sus necesidades prioritarias con mayor independencia.
Aquí, la “mejor” alternativa siguen siendo los taxis, aunque no siempre aceptan subir la silla de ruedas y su costo puede rondar los 150 pesos por traslado. Para alguien con ingresos limitados, esto significa tener que elegir entre trabajar, estudiar o simplemente salir de casa.
“Me ha pasado que he querido agarrar taxi y, no te miento, he pasado hasta una hora esperando”, cuenta Omar. En las plataformas digitales, explica, es necesario especificar que se es usuario de silla de ruedas para evitar que el conductor acepte el viaje y luego lo cancele. “Ya habían puesto un camión adaptado, pero dicen que casi no lo usan. Pues sí, pero si tu ruta es nada más aquí en el centro… nosotros vivimos hasta la colonia Las Conchas, súper lejos”, lamentó la hermana de Emanuel.
En su grupo de amigos, apenas tres personas cuentan con automóvil. “Imagínate a los demás”, dice. La mayoría tiene que moverse en taxi o en camión. En su caso, prefiere usar su silla de ruedas para trasladarse. “Si tengo algo que hacer y voy a llegar a las dos, salgo con una hora de anticipación. Prefiero eso a estar batallando con los taxistas que no te quieren levantar o ir renegando”.
La decisión también es económica. “A veces no traes los 100 o 120 pesos que cuesta el taxi. Entonces mejor me voy en la silla y con lo poquito que traigo me compro un refresco o algo”, cuenta Omar.
Ante esta realidad, muchas personas optan por desplazarse en su propia silla, aun con los riesgos que implica circular por calles que no están adaptadas. Es imposible no comparar con otras ciudades donde el transporte accesible permite una autonomía real. La diferencia no es técnica es una decisión política que nunca se tomó. Hoy el transporte es su mayor solicitud para tener una vida más independiente.
Cuando los colectivos visibilizan estas fallas, como ocurrió en la Ciudad de las Artes Indígenas en agosto, la respuesta institucional suele ser inmediata y superficial, se convierte en letra muerta. Reuniones, discursos, compromisos. Pero la ciudad permanece igual. Las rampas no cambian. Nadie asume responsabilidades. La inclusión se archiva junto con el evento.
Las estadísticas confirman el trasfondo. la Encuesta Nacional sobre Discriminación (ENADIS 2022) muestra que la discriminación hacia personas con discapacidad en Nayarit pasó del 13.1 por ciento al 17.9 por ciento en solo dos años. No es sólo rechazo social: es una ciudad diseñada bajo la idea de que la movilidad no cambia, de que los cuerpos no envejecen, de que la autonomía es permanente.
Pero la vida desmiente esa lógica todos los días. El cuerpo se cansa, se lesiona, envejece. Y cuando eso ocurre, la ciudad revela su verdadera cara. Una ciudad que no da tregua, que exige subir escalones, sortear banquetas imposibles y adaptarse a una infraestructura que nunca pensó en el desgaste del tiempo.
La accesibilidad no es un favor ni una concesión. Es una forma de anticipar el futuro. Porque una ciudad que hoy excluye a quienes se mueven sentados, mañana también expulsará a quienes caminen más lento, a quienes necesiten apoyo, a quienes descubran que el cuerpo ya no responde igual.
La pregunta no es si Tepic puede ser inclusiva. La pregunta es a cuántas personas más va a dejar atrás antes de entender que nadie camina igual para siempre.



