La violencia escolar o bullying, es un fenómeno que sigue dejando cicatrices profundas en nuestra sociedad, afectando a víctimas y agresores por igual. Casos recientes como el de Juan Lorenzo, un niño de 7 años del estado de Puebla, quien terminó con su vida tras ser víctima de bullying por parte de su maestra, nos muestran un panorama sombrío y preocupante sobre la violencia en las aulas.
En contraste tenemos el caso Asaid, un joven de 14 años que, no se quitó la vida, sino que actuó de manera diferente y apuñaló a su profesora en Coahuila en 2023, después de haber sido objeto de constantes humillaciones. Estos sucesos, aunque distintos en su manifestación, tienen un factor común: el dolor y la humillación que experimentan los niños dentro del entorno escolar. Y la pregunta que surge es inevitable: ¿en qué estamos fallando como sociedad?
El caso de Juan Lorenzo, quien presuntamente fue empujado a tomar una decisión irreversible debido al abuso por parte de su maestra, nos obliga a reflexionar sobre la responsabilidad de los adultos en la educación de nuestros niños. La madre de Juan Lorenzo, Guadalupe Muñoz, denunció el abuso y pidió justicia, subrayando la gravedad de que quien debía educar y cuidar a su hijo se convirtiera en su agresora.
Este caso, trágico y desgarrador, visibiliza una cuestión aún más amplia: la falta de sensibilidad y de atención por parte de los adultos responsables. Sin embargo, este problema no es exclusivo del ámbito escolar, sino que también es un reflejo de la presión que recae sobre los educadores. La tarea de educar no debería recaer únicamente en los maestros; es una responsabilidad compartida entre padres, docentes y la sociedad. Los maestros, si bien deben enseñar lo básico, no son responsables de suplir el afecto, la guía emocional y la formación ética que los padres deben proporcionar en el hogar, para generar a personas más empáticas.
El caso de Asaid, un joven migrante y de escasos recursos que sufrió un ataque emocional por parte de su maestra, es otro ejemplo que refleja el peso de la discriminación y el bullying en las aulas. Humillado por su maestra, quien lo descalificó cruelmente al decirle “además de ser feo, eres pobre”, Asaid reaccionó de manera trágica.
Su agresión hacia la profesora, aunque inapropiada, es un reflejo de su dolor acumulado. La institución no hizo caso los distintos llamados de atención de padres y alumnos que fueron testigos, las consecuencias fueron claras.
Este suceso nos invita a preguntarnos: ¿qué estamos enseñando a nuestros niños? ¿Qué estamos permitiendo que les enseñen? La respuesta es clara: en muchos casos, estamos permitiendo que los valores de respeto, empatía y comprensión sean sustituidos por el cinismo, la indiferencia, la discriminación y en muchas ocasiones, la omisión.
Ambos casos evidencian la urgente necesidad de replantear el papel de la educación en la vida emocional de los niños. Los docentes tienen la responsabilidad de ser guías y deben ser modelos de empatía, respeto y apoyo emocional, pero quien debe encaminarlos son los propios padres.
Muchas veces, como padres, culpamos de las actitudes de nuestros hijos a los maestros y esto, se vuelve una carga enorme en los docentes y las consecuencias pueden ser fatales. No basta con impartir conocimiento académico, sino que debemos enseñarles a ser seres humanos íntegros, sensibles y empáticos y como padres debemos tomar partida.
Es importante también recordar que el problema de la violencia escolar no se limita únicamente al aula. La familia y la sociedad en general deben asumir su parte en la creación de un entorno donde el respeto y la empatía sean los pilares fundamentales. Los padres deben estar atentos al bienestar emocional de sus hijos, proporcionarles un espacio seguro y afectivo donde puedan expresarse, y ser acompañantes activos en sus procesos escolares. No podemos seguir permitiendo que los niños enfrenten la crueldad del mundo sin el apoyo necesario.
Ni debemos hacernos omisos cuando los propios menores son los que se convierten en agresores, como ocurrió con Larissa en Tepic, Nayarit, quien fue atacada por ocho adolescentes de su misma escuela cuando ya se encontraba en su hogar. Es fundamental entender que cada agresor tiene su propia historia, que lo ha llevado a esa actitud, y que cada víctima, por su parte, tiene su propia carga de dolor. La violencia se perpetúa cuando no se interviene a tiempo, cuando no se reflexiona sobre el trasfondo emocional de cada situación.
Al final, tanto las víctimas como los agresores son el reflejo de un sistema que está fallando. Como mencioné en una columna pasada, “Y la culpa es de…”, yo mismo podría haber sido Asaid en algún momento de mi vida. Todos, de alguna manera, somos responsables. ¿Hasta cuándo vamos a seguir ignorando el dolor de nuestros niños? La violencia escolar no es un fenómeno aislado; es un síntoma de una sociedad que necesita replantearse sus valores y asumir la responsabilidad compartida de educar con amor, respeto y empatía. Necesitamos actuar antes de que más tragedias como la de Juan Lorenzo y Asaid se repitan, no dejemos que haya más Larissas.
Es hora de que hagamos un cambio profundo y recordemos, un simple gesto puede cambiar tantas cosas.