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Volantín | Muere José Mujica; un político decente

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Ha muerto José “Pepe” Mujica, y con él se va no solo un hombre, sino un símbolo: el emblema de la política hecha con decencia, con ética de barrio y con el alma puesta al servicio del pueblo, no del poder. La noticia de su fallecimiento ha resonado con fuerza no porque fuera un líder con millones en sus cuentas, sino precisamente por todo lo contrario: por haber hecho de la austeridad una bandera, del ejemplo una herramienta de gobierno y de la humildad un acto revolucionario.

En estos tiempos en que la política ha sido absorbida por el marketing, la simulación y el cinismo institucionalizado, la partida de Mujica nos obliga a mirar atrás y a preguntarnos —con legítima nostalgia— por qué figuras como él son la excepción y no la norma. Mujica no gobernó con discursos grandilocuentes ni con poses de redentor; gobernó con coherencia, con sentido común, y —sobre todo— con la honestidad de quien no necesita disfraz para ser lo que es.

Uruguayo de cepa, campesino de manos curtidas, guerrillero tupamaro, prisionero por más de una década, sobreviviente de las cloacas del autoritarismo y, sin embargo, jamás víctima. Mujica fue un protagonista de la historia, no un actor pasivo. Su vida entera fue un testimonio de congruencia: del fusil a la tribuna, de la cárcel a la presidencia, y de ahí de vuelta al campo, como si nada. Como si el poder no le hubiera rozado el alma.

Pepe Mujica no fue perfecto, ni pretendió serlo. No construyó un paraíso ni transformó radicalmente la economía uruguaya. Tampoco cayó en la tentación de la reelección ni quiso atornillarse al cargo como tantos otros. Lo suyo fue, antes que nada, un ejercicio de decencia institucional. Entendió que gobernar es, ante todo, escuchar y actuar con base en convicciones, no en encuestas. Y cuando habló, lo hizo sin filtros: decía lo que pensaba y pensaba lo que decía.

Desde su modesta chacra en las afueras de Montevideo, donde vivió durante y después de su mandato presidencial (2010-2015), Mujica dio cátedra al mundo. No por dogma, sino por testimonio. En un universo donde los líderes viajan en jets privados y viven rodeados de opulencia mientras predican justicia social, él seguía manejando su viejo Volkswagen escarabajo y cultivando flores junto a su compañera, Lucía Topolansky. Un líder que se negó a mudarse a la residencia oficial porque —decía— “hay gente que pasa mucho peor que yo”.

En alguna de sus tantas intervenciones memorables, como la que ofreció ante la ONU en 2013, Mujica nos recordó lo evidente que habíamos olvidado: “venimos al planeta para ser felices”. No se refería a una felicidad banal ni hedonista, sino a esa paz interior que sólo se consigue cuando se vive en armonía con los demás y con uno mismo. Ese discurso, pronunciado sin papeles, sin pretensiones, pero con la fuerza de la verdad dicha desde el alma, quedó grabado en la conciencia colectiva.

A Mujica se le reconocen políticas progresistas que, aunque polémicas para algunos sectores, colocaron a Uruguay como referente regional: la legalización del aborto, el matrimonio igualitario y la regulación del cannabis. Pero más allá de las leyes, lo que realmente dejó fue una actitud: la de atreverse a hacer política con principios, no con cálculos. Aun sus detractores más severos tenían que reconocerle eso: que nunca se vendió, que nunca traicionó a su pueblo.

Ahora que se ha ido, vale preguntarse cuántos líderes en América Latina pueden mirar atrás y decir que hicieron de su vida un testimonio político coherente, sin concesiones a la frivolidad, sin alianzas espurias, sin enriquecimiento ilícito, sin promesas rotas. La respuesta, me temo, no es halagüeña. Porque Mujica fue lo que hoy escasea: un político decente.

Y es que la decencia en política —aunque parezca un concepto modesto— es profundamente revolucionaria. Es subversiva en un sistema donde reina la impunidad, donde se legisla para unos cuantos y donde el poder sirve para servirse. Mujica, en cambio, fue un hombre de Estado, no un hombre de negocios. Y eso, en estos tiempos, lo vuelve casi un mito.

La figura de Mujica debería ser motivo de reflexión profunda. Porque no basta con autodenominarse “del pueblo” mientras se gozan privilegios sin pudor. Mujica no necesitó propaganda para parecer humilde: lo era. No necesitó blindarse de crítica porque no temía rendir cuentas. No necesitó agitar banderas porque él mismo era la bandera.

Su muerte deja muchos huérfanos de una cierta esperanza que parecía posible: la de que otro modo de hacer política sí era viable. Pero también deja un legado que no se extingue con su partida. Mujica vive en la conciencia de quienes entienden que la verdadera transformación no se grita, se ejerce. Que el servicio público debe ser eso: servicio, no botín.

Ojalá su ejemplo cale en las nuevas generaciones, y no sólo como anécdota o inspiración pasajera, sino como modelo de vida política. Ojalá quienes hoy aspiran a dirigir los destinos de nuestras naciones tengan el valor de mirar a Mujica no con envidia ni con cálculo, sino con humildad, y aprendan que se puede gobernar con los pies en la tierra y el corazón en el pueblo.

Porque en la política latinoamericana, donde a menudo abunda el cinismo y escasean los principios, José Mujica fue una excepción luminosa. Su vida fue un acto de congruencia. Su muerte, un recordatorio de lo que podríamos ser si tuviéramos más líderes como él.

Se ha ido Pepe, pero su legado queda. Como semilla en tierra fértil. Como memoria viva de que la política, cuando se ejerce con dignidad, puede ser el más noble de los oficios.

Descanse en paz, presidente Mujica. El más pobre, sí. Pero también, quizás, el más congruente.

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