En el ajedrez político de América Latina, pocos tableros son tan resbalosos y sombríos como el venezolano. El país caribeño, sumido desde hace años en una profunda crisis económica, humanitaria y política, se encuentra este domingo 25 de mayo de 2025 ante un nuevo episodio electoral que, lejos de ofrecer una salida democrática, confirma el estancamiento de un sistema diseñado para perpetuar el poder de Nicolás Maduro y su élite gobernante.
Estas elecciones legislativas y regionales no son más que otro ejercicio de simulación. En el papel, se presentan como una oportunidad para renovar el poder popular y abrir espacios a la pluralidad política. En los hechos, son una trampa cuidadosamente urdida por el oficialismo para legitimar su hegemonía y dividir, una vez más, a la oposición.
La disyuntiva que enfrenta la oposición venezolana no ha cambiado desde los ya lejanos procesos de 2018 y 2020: participar es arriesgarse a convalidar un juego amañado, pero abstenerse implica entregar sin resistencia todos los espacios de poder. Lo nuevo en 2025 es el desgaste acumulado. El país ha cambiado, la oposición también, y la esperanza de un cambio pacífico parece cada vez más condicionada por la desesperación y el cansancio.
Nicolás Maduro, hábil en el arte de resistir sanciones, aislamientos y condenas internacionales, ha logrado sostener su régimen a base de represión selectiva, control social a través de subsidios y una fachada institucional que incluye elecciones periódicas. Bajo el control del Consejo Nacional Electoral —cuya supuesta “renovación” en 2024 no fue más que cosmética—, se han organizado estos comicios en los que los principales liderazgos opositores han sido nuevamente excluidos mediante inhabilitaciones administrativas sin sustento jurídico.
El caso más notorio es el de María Corina Machado, ganadora arrasadora de las primarias opositoras del año pasado, pero impedida de inscribirse como candidata presidencial. Tras una polémica negociación mediada por actores internacionales, su reemplazo simbólico, Corina Yoris, también fue bloqueado. Este antecedente mina gravemente la confianza en cualquier proceso comicial convocado por el régimen.
Ahora, en esta contienda regional y legislativa, se repite la historia: líderes emergentes han sido vetados, las circunscripciones manipuladas, el acceso a medios restringido para voces disidentes y, como en otras ocasiones, se teme un uso masivo de recursos públicos para inducir el voto. ¿Cómo competir con semejantes condiciones?
Y sin embargo, hay sectores de la oposición que han decidido participar. Argumentan, con lógica pragmática, que es preferible ganar aunque sea una fracción de poder local a permitir que el chavismo se adueñe absolutamente de todo. Que gobernar un estado, una alcaldía, un concejo, puede servir como trinchera para atender a la ciudadanía, organizar la resistencia democrática y mantener viva la movilización social. Que la abstención absoluta, probada ya en múltiples ocasiones, no ha logrado debilitar al régimen, sino al contrario: le ha facilitado la ocupación total de los espacios.
La apuesta es comprensible. Pero no deja de ser peligrosa. Participar sin garantías mínimas puede generar desilusión, fragmentación y un sentimiento de impotencia que alimente el escepticismo generalizado. Y ese es quizá el mayor enemigo de cualquier transición democrática: la renuncia al derecho de creer que el cambio es posible.
Venezuela, hoy, es un país empobrecido y lastimado. Más de siete millones de personas han emigrado en la última década. La economía, aunque estabilizada artificialmente con la dolarización informal y la apertura limitada a capitales privados, sigue siendo profundamente desigual. Los servicios públicos están colapsados, la corrupción es rampante, y el aparato represivo continúa funcionando con eficiencia macabra, persiguiendo a sindicalistas, defensores de derechos humanos y periodistas independientes.
Aun así, la comunidad internacional observa. Estados Unidos, que en 2024 alivió parcialmente algunas sanciones a cambio de “concesiones democráticas” que nunca llegaron, evalúa ahora sus próximos pasos. La Unión Europea, dividida entre el realismo y el idealismo, duda en enviar misiones de observación a un proceso que ya luce viciado. Y en América Latina, los gobiernos progresistas que apostaron al diálogo —como Colombia o Brasil— enfrentan el dilema de seguir creyendo en la voluntad negociadora de Maduro o asumir finalmente que están siendo utilizados para oxigenar al régimen.
No se puede hablar de elecciones libres cuando no hay competencia real, cuando se impide a los ciudadanos elegir entre todas las opciones, cuando se usa el hambre como instrumento de control político. Lo que veremos este domingo no es un ejercicio democrático auténtico, sino una puesta en escena destinada a simular normalidad institucional ante el mundo.
Pero tampoco se puede ignorar que, en medio de la oscuridad, hay quienes insisten en luchar. Candidatos modestos, líderes comunitarios, ciudadanos valientes que, pese a todo, se inscriben, hacen campaña, denuncian, resisten. A ellos hay que mirar, más allá de los resultados que el régimen anunciará, previsiblemente, con su triunfalismo habitual.
Lo urgente es que la oposición venezolana recupere una estrategia unitaria, clara, honesta con la gente. Que deje de lado los cálculos personalistas, las disputas intestinas y los pactos ambiguos. Que vuelva a conectar con ese pueblo que en algún momento creyó que el cambio era posible y que hoy, después de tantos fracasos, se debate entre el exilio, el conformismo y la frustración.
Y lo necesario, en el mediano plazo, es construir una ruta real hacia la transición. Una que combine la presión internacional, la organización social interna y la participación política con sentido estratégico. Una ruta que no idealice el voto, pero tampoco lo desprecie. Que entienda que, en regímenes autoritarios, cada espacio es trinchera, cada elección es riesgo, y cada decisión debe tomarse con visión de futuro y no sólo de coyuntura.
Este 25 de mayo no será un punto de quiebre. Pero puede ser un reflejo claro de lo que está en juego. Porque mientras el régimen juegue a las elecciones, seguirá apostando a confundir al mundo. Y mientras la oposición no logre resolver su dilema de fondo —cómo desafiar a un sistema que usa las reglas democráticas para perpetuarse sin ser democrático—, el país seguirá atrapado en el laberinto.
Venezuela no necesita sólo ganar una elección. Necesita recuperar el sentido de su democracia. Y eso, aunque cueste, comienza por no ceder ni a la trampa, ni a la desesperanza.
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