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Sobrevivir para contar el tiempo

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En 1985, Miguel González Lomelí sobrevivió al derrumbe del edificio Nuevo León en la Unidad Tlatelolco. Después venció al cáncer y perdió un riñón. La escritura se convirtió en su manera de reconstruir la memoria. Ahora, desde su casa en Jala, repasa su obra y su vida como quien todavía presta el reloj del pueblo para que nadie se quede sin hora

Semblanza Meridiano 2 | Jorge Enrique González

Después de su salida de la ETI 1, que recordamos en la edición de ayer, Miguel González Lomelí (Jala, 1939) decidió quedarse en Nayarit. Rechazó direcciones, comisiones, reconocimientos. “No me interesa irme de Nayarit. Y no me des ya ninguna dirección, no me des ningún cargo directivo”, dijo a sus superiores en la SEP. A cambio pidió algo mínimo: seguir trabajando. Lo asignaron al Consejo Estatal de Educación, donde participó en proyectos de evaluación y encuentros docentes.

En esos años fue invitado a integrarse como profesor a la Escuela de Enfermería de la Universidad Autónoma de Nayarit. La institución buscaba profesionalizar a su personal. “Se tenía que formar primero la plantilla de licenciados en enfermería”, explica. Su tarea fue fortalecer al equipo con contenidos de pedagogía y psicología. Entró como apoyo, pero se quedó varios años. “Pensé que sólo cubriría ciertos cursos, pero ya hice toda una travesía también ahí por el país. Docente, docente”, dice.

En 1985, cuando tenía 46 años, regresó a la Ciudad de México para cursar una maestría breve en administración educativa en el Instituto Politécnico Nacional. Conservaba un departamento en Tlatelolco, en el edificio Nuevo León. Estaba solo cuando tembló. A las 7:19 de la mañana del 19 de septiembre, todo comenzó a sacudirse.

“Me dirigí de la recámara al baño. Estaba yo tratando de abrir la puerta y se trabó. Mientras forcejeaba con la puerta, sentí el primer movimiento leve”, recuerda. Al principio pensó que era un mareo. Luego vino un jalón seco. “Esto no es mareo, esto es temblor.” Se movió al marco. Estaba en el piso doce. Lo siguiente fue un estallido. “Tronó el edificio, pero así, como si por dentro hubiera sido un estallido interno.” Se abrazó a la pared.

Después, oscuridad. Una bruma mental. “Cuando empiezo a sentir que empieza a trabajar mi mente, empecé justamente a preguntarme: ¿qué pasó?, ¿dónde estoy?, ¿qué hago aquí?” Con el paso de los minutos reconstruyó la escena. Entendió que estaba atrapado entre escombros. No sabía cuánto tiempo había pasado. Lo rescataron cerca de las dos de la tarde.

Tenía fracturas del hombro a la cadera. La pierna estaba ilesa. En el brazo aún tenía el cuchillo con el que intentaba abrir la puerta cuando todo colapsó. No recuerda dolor, sólo una desconexión total. Después vino la desesperación. “¿Por qué estoy vivo?, ¿por qué no me morí?, ¿me voy a morir así, a pausitas?”, se preguntaba. Luego llegó la calma. “Estoy vivo, tengo un hilito, me voy a colgar de ese hilito.”

Lo llevaron a un hospital improvisado, un gimnasio cerca de La Villa. Sus hermanos supieron que estaba vivo porque vieron su auto afuera del edificio. “Aquí estaba”, dijeron.

Superó el sismo, pero no sin consecuencias. Al año siguiente le detectaron un tumor entre el hígado y la aorta. Fase tres. Siguieron meses de quimioterapia. “Yo pensé que no la iba a librar.” Fue tratado con interferón, medicamento experimental entonces. Se recuperó.

Pasaron los años y apareció una lesión en el riñón. Los médicos recomendaron retirarlo. Aceptó. Desde entonces vive con uno solo. “Así que ando con un riñón.”

Sobrevivió a todo eso. Después escribió.

La escritura había estado ahí desde siempre, pero sin apremio. Empezó de niño, leyendo lo que caía en sus manos. Uno de los primeros libros que hojeó fue un tomo de la Doctrina Social de León XIII. “No entendía ni papa, pero lo agarraba.” Luego vinieron libros de espadachines que le prestaba un cantinero del pueblo. De adolescente, leía sin freno. De adulto, dejó la literatura de lado.

Después del sismo retomó la escritura. Empezó con un texto testimonial. Quería ordenar los recuerdos de aquella mañana. “Sirvió sobre todo para alivio, para descanso de lo que podía estar ahí apretado todavía.” Luego escribió un poemario, Otra vez la luz (1989). Hablaba del regreso a la vida. Lo mandó al certamen literario organizado por el doctor Gascón Mercado. Obtuvo el primer lugar.

“Dije: creo que hay aquí alguna veta.” A partir de entonces escribió más: cuentos y crónicas. Algunos nacen de la vida rural, otros de escenas escuchadas en camiones o en charlas ajenas. También escribió sobre las tradiciones de Jala, sus leyendas, la Judea. Uno de sus libros se llama Xala, un pueblo, un destino (2009).

“Mi pueblo es muy rico en tradiciones y leyendas”, dice. Quiso dejar constancia. Hay una novela sobre los cristeros que aún no se publica. Y otros libros más en espera. “Van como quince trabajos. Y unos cinco más por salir.”

En la sala de su casa hay una anécdota que le gusta contar. Es la del reloj que usaban los vecinos cuando necesitaban saber la hora. Estaba en una repisa, cerca de unas imágenes religiosas. Era pequeño, cuadrado, fosforescente. Miguel le decía “el reloj alemán”.

“Ese reloj en toda la cuadra, y no sé si en todo el pueblo, era único”, recuerda. “Llegaba la gente y los chiquillos: oye, oye, Doña Flor, dice mi mamá que qué hora son.” Su madre salía, daba la hora. A veces lo prestaban. “Para pasar la noche”, decían, cuando había un enfermo en casa.

Le gusta pensar que su casa regalaba tiempo. Si hoy él pidiera la hora a un vecino, no lo haría por temas de puntualidad. Querría algo más simple: “Saber el discurrir del tiempo, cómo el tiempo va discurriendo durante la mañana, cómo hemos consumido dos horas probablemente ya, y cómo nos ha rodeado nuestro acontecer diario aquí.”

Y entonces se queda en silencio. No parece nostálgico. Habla como quien ha hecho las paces con los días. Como si hubiera entendido, sin decirlo, que lo que sobrevive de uno no es la escuela, ni el cargo, ni siquiera los libros. Es, tal vez, la forma en que uno fue útil para que los demás supieran en qué tiempo vivían.

Acordamos ir a comer a una cocina en pleno centro de Jala. Nos comprometemos a una nueva charla para conocer cómo nace un lector en una población tan pequeña como la suya, cómo nace un apasionado de la música, desde la popular a la culta.

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