La historia latinoamericana, rica en personajes singulares y episodios intensos, vuelve a ofrecer un espectáculo preocupante con el reciente exabrupto del dictador nicaragüense Daniel Ortega. Durante un acto celebrado este 28 de julio en Managua, con motivo del 71 aniversario del natalicio del fallecido Hugo Chávez Frías, Ortega cruzó una línea ya difusa entre el culto a la personalidad y la pérdida absoluta del sentido común. En un discurso impregnado de misticismo político y devoción cuasi religiosa, el líder sandinista no sólo elevó al expresidente venezolano a los altares simbólicos del chavismo, sino que, en un arranque de retórica mesiánica, se atrevió a proclamar que “Chávez resucitó” y “está vivo”, comparándolo directamente con Jesucristo.
“Yo diría que ese 28 de julio nació un santo en Venezuela”, sentenció Ortega, mientras exaltaba la figura del comandante bolivariano como un hombre de fe y ejemplo universal. Agregó, sin rubor: “No en balde invocaba a Cristo. No en balde tenía fe en Cristo. Cristo, el más grande héroe que ha tenido la humanidad”. La manipulación simbólica no pudo ser más grotesca.
Desde luego, los excesos verbales de Daniel Ortega no son nuevos. Durante años, su discurso ha oscilado entre la nostalgia revolucionaria, el autoritarismo blindado en una supuesta legitimidad popular y un nacionalismo con tintes religiosos. Sin embargo, la reciente equiparación de Chávez con Jesucristo marca un nuevo punto de inflexión, no sólo por su desconexión con la realidad, sino por lo que revela de la deriva ideológica y mental de quien gobierna Nicaragua con puño de hierro desde hace más de tres lustros.
La pregunta se impone: ¿estamos ante una estrategia calculada de propaganda o ante señales inequívocas de un deterioro mental alarmante en el mandatario nicaragüense? Cualquiera de las dos opciones resulta profundamente inquietante. En un caso, estaríamos ante la manipulación cínica de los símbolos religiosos para mantener cohesionado a un grupo de fieles acríticos, a costa de ultrajar la fe de millones. En el otro, se trataría de la manifestación pública de una mente atrapada en sus propias fantasías ideológicas, incapaz de distinguir entre el poder terrenal y la trascendencia espiritual.
Chávez, por supuesto, no fue un santo. Fue un hombre de poder, con aciertos y errores, pero sobre todo con profundas responsabilidades en la erosión institucional de Venezuela. Su legado está marcado por la concentración autoritaria del poder, la utilización clientelar del petróleo, la polarización social y una retórica que sembró división más que unión. Morir no convierte a nadie en mártir, y menos aún en divinidad. Compararlo con Jesucristo no sólo es una desmesura teológica, sino una falta de respeto hacia quienes profesan una fe que, con todo y sus interpretaciones diversas, no puede ni debe ser instrumentalizada por caudillos terrenales.
El chavismo, convertido por Ortega en religión política, ya no se sostiene como doctrina económica o social. Es, más bien, una amalgama de nostalgia, populismo y represión. Al santificar a Chávez, Ortega intenta blindarse en esa imagen, presentarse a sí mismo como heredero legítimo de una cruzada por los “pobres” y los “oprimidos”, mientras persigue, encarcela o destierra a quienes piensan diferente. El acto en el Centro de Convenciones Olof Palme fue menos un homenaje y más una liturgia sectaria, un acto de fe distorsionada, de idolatría al servicio del poder absoluto.
Pero el fondo de este episodio va más allá de la anécdota ridícula. Lo verdaderamente alarmante es que Daniel Ortega gobierna una nación, controla instituciones, determina destinos. Y lo hace desde una narrativa cada vez más aislada de la realidad, más cerrada a la crítica, más aferrada a mitos personales que no admiten cuestionamientos. En nombre de esa visión, ha encarcelado a opositores, ha perseguido a la Iglesia, ha acallado medios de comunicación y ha criminalizado el disenso. ¿Qué clase de “santo” inspira tales acciones?
El progresivo aislamiento de Ortega no sólo es internacional. Es también, y quizá más peligrosamente, psicológico. Se ha rodeado de un círculo íntimo impermeable al debate, ha consolidado un gobierno familiar y ha sepultado lo que alguna vez fue una bandera de revolución popular bajo toneladas de represión. Lo que queda es una caricatura de sí mismo: un dictador enajenado, que convierte a los muertos en dioses para justificar su propio mandato eterno.
Nicaragua vive bajo un régimen que se alimenta de símbolos falsificados y discursos vacíos. En lugar de enfrentar los desafíos reales del país —pobreza, migración, deterioro democrático—, Ortega prefiere predicar desde el púlpito político, inventando evangelios bolivarianos para justificar lo injustificable. Pero la historia es implacable con quienes se atreven a jugar con la fe del pueblo: tarde o temprano, los ídolos de barro se derrumban.
Quienes hemos seguido la trayectoria política de América Latina sabemos reconocer los signos del autoritarismo cuando se disfraza de redención. Las palabras de Ortega no deben ser tomadas a la ligera. No son simplemente desvaríos, sino síntomas de una patología del poder que ha infectado ya a varios gobiernos en la región. Y si algo nos ha enseñado el siglo XXI es que los delirios mesiánicos en política nunca terminan bien.
Frente a este escenario, es indispensable que la comunidad internacional no normalice estos excesos. No se trata de reírse del disparate o de ver el episodio como una simple curiosidad. Es momento de alzar la voz y denunciar que, detrás de la exaltación delirante de Chávez, hay un régimen que encarcela, que silencia, que desaparece. Un régimen que, en nombre de los “santos revolucionarios”, perpetúa el dolor de un pueblo noble y resistente.
Y es que Chávez no resucitó, aunque lo invoquen con incienso político. Lo que sí reviven, una y otra vez, son los fantasmas del autoritarismo, las persecuciones ideológicas, los populismos mesiánicos. Esos sí están vivos. Y mientras Ortega siga en el poder, no dejarán de caminar, ni de hacer daño.
La cordura del presidente nicaragüense está en entredicho, pero su peligrosidad, por desgracia, no lo está. Por eso urge seguir desenmascarando estas farsas. Porque la verdadera fe, sea religiosa o política, no se impone ni se canoniza por decreto. Se gana con hechos. Y Ortega, lamentablemente, no tiene más que discursos huecos, ídolos caídos y represión rampante.