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sábado, agosto 2, 2025
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Volantín | Uribe, el símbolo caído de Colombia

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La historia contemporánea de América Latina está plagada de líderes que, desde el poder o desde las sombras, moldearon naciones enteras a su antojo, con la retórica de la seguridad, el orden y la prosperidad como escudo para esconder excesos, arbitrariedades y hasta delitos. Pocos personajes encajan con tanta claridad en ese perfil como el expresidente colombiano Álvaro Uribe Vélez, quien por décadas fue una figura omnipresente en la política de su país y una referencia continental del conservadurismo en su forma más ruda y beligerante. Hoy, con la sentencia dictada por la jueza Sandra Heredia, que lo condena a 12 años de prisión domiciliaria por soborno de testigos y fraude procesal, ese halo de impunidad que parecía blindarlo finalmente se ha resquebrajado.

Este fallo, histórico por donde se le mire, marca un antes y un después no solo para la justicia colombiana, sino para toda América Latina. Se trata del primer expresidente colombiano condenado penalmente, y lo es por delitos que atentan directamente contra el sistema judicial, el debido proceso y la credibilidad de las instituciones. No es un tema menor. La juez Heredia, firme y valiente en su resolución, desestimó la pretensión de la defensa de Uribe de que se le permitiera permanecer en libertad mientras se resuelven los recursos legales pendientes. Optó, en cambio, por ejecutar de inmediato la condena, con el argumento de que dada su alta visibilidad internacional, existía un riesgo real de fuga. Y más allá de lo jurídico, apuntó a algo mucho más profundo: la necesidad de garantizar la convivencia pacífica entre los colombianos.

Uribe, quien gobernó Colombia entre 2002 y 2010 y fue un férreo opositor de los procesos de paz con las FARC, ha construido a lo largo de su carrera una narrativa de cruzado contra el terrorismo y las “amenazas del castrochavismo”. Pero ese discurso no lo exime de responder por los actos personales que lo han llevado a esta situación. Su condena tiene raíces en un proceso que lleva más de una década, y que comenzó cuando, en medio de un litigio con el senador Iván Cepeda, el entonces exmandatario intentó manipular testigos para revertir acusaciones que lo vinculaban con grupos paramilitares. La ironía es brutal: quien se presentaba como adalid de la legalidad, terminó condenado por intentar torcer la justicia en su propio beneficio.

La reacción del uribismo ha sido, como era de esperarse, de rechazo y victimización. El propio expresidente ha insistido en que todo se trata de una persecución política, lo cual es una estrategia recurrente entre los políticos caídos en desgracia que se resisten a enfrentar las consecuencias de sus actos. Sin embargo, los hechos, las pruebas y las decisiones judiciales son contundentes. La estrategia de sobornar testigos y manipular procesos judiciales no puede ser disfrazada de persecución cuando ha sido demostrada con claridad y valorada por tribunales independientes. La juez Heredia, lejos de actuar bajo consignas políticas, ha reivindicado el papel de la justicia como equilibrio de poder, como límite al abuso y como herramienta de pacificación social.

En el fondo, lo que se está discutiendo en Colombia no es solamente el destino personal de Álvaro Uribe, sino la viabilidad de un Estado de derecho en un país que ha sufrido por décadas las consecuencias del conflicto armado, la corrupción y la politización de las instituciones. Colombia ha sido muchas veces rehén de sus élites, que bajo la excusa de combatir el crimen terminaron abrazando prácticas igual de cuestionables. Y es por eso que este fallo tiene una dimensión simbólica tan poderosa: demuestra que incluso los intocables pueden ser llamados a rendir cuentas.

No obstante, tampoco se puede ignorar que esta sentencia polariza aún más un país que ya está profundamente dividido. Uribe no es un político cualquiera. Para una parte considerable del pueblo colombiano sigue siendo un referente, un símbolo de mano dura y estabilidad. Para otros, representa lo peor del autoritarismo, de la guerra sucia, de la connivencia con el paramilitarismo. Esa fractura social es el verdadero reto que Colombia deberá enfrentar a partir de ahora. Porque castigar a un expresidente por sus delitos es apenas el comienzo; lo verdaderamente importante será consolidar una cultura democrática en la que los liderazgos no estén por encima de la ley, y donde el respeto por las instituciones prime sobre los fanatismos políticos.

Desde México, observamos con atención lo que ocurre en Colombia no solo por razones geopolíticas o históricas, sino porque compartimos problemas similares: la impunidad de las élites, la manipulación de la justicia, la debilidad institucional. El caso Uribe nos debe servir como espejo. ¿Están nuestras instituciones listas para procesar penalmente a un expresidente? ¿Tendrían nuestros jueces la valentía de dictar una sentencia contra un personaje de ese calibre? ¿Contamos con una sociedad civil lo suficientemente madura como para no caer en el caudillismo ni en la idolatría? Preguntas que incomodan, pero que debemos hacernos con urgencia.

La decisión de condenar a Álvaro Uribe no debe verse como una venganza ni como una revancha ideológica. Es, en todo caso, una manifestación de que la democracia aún tiene mecanismos para autodepurarse. El castigo judicial no es suficiente para sanar las heridas del pasado, pero al menos envía un mensaje claro: no hay impunidad eterna, y el poder no garantiza inmunidad. Lo que viene ahora será crucial: la apelación, el impacto en el panorama político colombiano, la respuesta ciudadana.

Colombia está viviendo un momento crucial, quizás uno de los más determinantes desde la firma del acuerdo de paz con las FARC. La justicia ha hablado. Que nadie intente acallarla con discursos de victimización o maniobras dilatorias. Que el legado de Uribe se escriba ahora con la tinta de la verdad judicial, no con la pluma de la propaganda política.

Y que el continente tome nota. Porque si Colombia, con todo su pasado convulso y su presente polarizado, ha sido capaz de llevar ante la justicia a un expresidente tan poderoso como Álvaro Uribe, entonces hay esperanza. La democracia puede resistir. La justicia puede prevalecer. El pueblo puede recuperar la fe. Aunque cueste. Aunque duela. Aunque moleste a quienes aún creen que el poder lo absuelve todo.

La condena de Uribe es, en última instancia, una lección de dignidad para América Latina. Ojalá sepamos aprenderla.

Opinión.salcosga23@gmail.com

@salvadorcosio1

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