Con paso firme, sin titubeos ni espacio para la disidencia efectiva, la maquinaria político-institucional de Nayib Bukele ha dado un nuevo giro en El Salvador, uno que para muchos representa el asentamiento definitivo de un proyecto autoritario bajo ropaje democrático. La reciente reforma constitucional aprobada por una abrumadora mayoría en el Congreso salvadoreño no es un simple ajuste técnico a las reglas electorales: es un parteaguas que redefine los equilibrios del poder en la nación centroamericana y coloca al país en una ruta que, con todas sus letras, podría describirse como de regresión democrática.
La modificación aprobada permite la reelección presidencial indefinida, amplía de cinco a seis años los períodos presidenciales y elimina la segunda vuelta electoral. A primera vista, estos cambios podrían parecer meras reformas operativas al sistema político; sin embargo, el contexto y la forma en que se han gestado revelan un trasfondo mucho más grave: la concentración del poder, la anulación progresiva de los contrapesos y la consolidación de un régimen personalista.
Que 57 de los 60 diputados del Congreso avalaran esta reforma no es reflejo de un amplio consenso nacional, sino de un control absoluto de Bukele sobre el aparato legislativo. Su partido, Nuevas Ideas, domina con mayoría aplastante el Congreso, una situación que, en lugar de fortalecer el pluralismo, ha permitido la implementación de decisiones unilaterales disfrazadas de voluntad popular. La oposición, ya de por sí debilitada, se ha visto reducida a un papel testimonial, cuando no directamente silenciada o perseguida.
No es la primera vez que Bukele avanza sobre el terreno institucional. Desde su llegada al poder ha llevado a cabo una serie de maniobras que evidencian un diseño de concentración de poder: destitución de magistrados constitucionales y del fiscal general, uso intensivo de las redes sociales para desacreditar a adversarios, intervención directa en órganos de justicia y, ahora, esta reforma que lo habilita para permanecer en el poder de forma indefinida. Todo ello bajo la bandera de la lucha contra la corrupción, la seguridad y el combate frontal a las pandillas. Es un discurso eficaz, cargado de símbolos populares, pero que esconde una lógica de poder absoluto.
¿Es entonces El Salvador ya una dictadura? Formalmente, aún existen procesos electorales, partidos políticos opositores —aunque debilitados— y una prensa que, si bien enfrenta hostigamientos, sigue funcionando. Pero los hechos apuntan a una transición progresiva hacia un régimen de tipo autocrático, donde las formas democráticas son instrumentalizadas para legitimar decisiones autoritarias. Es lo que algunos analistas han llamado “dictadura 2.0”: gobiernos que se perpetúan en el poder mediante elecciones amañadas, control institucional y populismo comunicativo.
El fenómeno no es nuevo ni exclusivo de El Salvador. En América Latina hemos visto una larga lista de líderes que, tras llegar al poder mediante las urnas, buscan eternizarse mediante reformas constitucionales o controles férreos sobre los demás poderes. Chávez en Venezuela, Ortega en Nicaragua, Morales en Bolivia, y en su momento Fujimori en Perú, son solo algunos ejemplos. La diferencia con Bukele radica en la velocidad y la eficacia con la que ha logrado estos cambios, apoyado por una popularidad que sigue siendo altísima en diversos sectores sociales.
Es importante no perder de vista ese respaldo popular. Bukele ha sabido capitalizar el hartazgo ciudadano con los partidos tradicionales, la violencia desbordada de las pandillas y el desprestigio de las instituciones. Ha construido un discurso de ruptura, de “nuevo comienzo”, con fuerte carga emocional y simbólica. Su imagen joven, moderna, ajena a los formalismos del poder clásico, le ha permitido conectar con sectores amplios de la población, especialmente con los jóvenes y los sectores marginados. Pero esa legitimidad de origen no puede justificar el desmantelamiento de los principios democráticos. La democracia no es solo elegir; también es limitar el poder, garantizar la alternancia y proteger las libertades.
La eliminación de la segunda vuelta electoral es otro componente que no debe subestimarse. Este mecanismo, vigente en muchos países democráticos, busca asegurar que quien gane la presidencia cuente con un respaldo mayoritario. Suprimirlo favorece al partido dominante, que con una minoría organizada pero fuerte puede imponerse en primera vuelta. Es una jugada más para consolidar el control sin necesidad de mayores consensos.
La ampliación del mandato presidencial a seis años también tiene implicaciones profundas. No es un simple alargue administrativo: implica más tiempo para consolidar estructuras de poder, controlar presupuestos y manipular la narrativa oficial. Y si se suma a la reelección indefinida, estamos hablando de un horizonte político sin fecha de expiración, con un mismo rostro al frente del país por décadas, si así lo decide quien ostenta el poder.
El llamado a la comunidad internacional no debe hacerse esperar. Si bien cada nación es soberana en sus decisiones internas, las democracias del continente tienen la responsabilidad ética de alzar la voz ante retrocesos autoritarios. No se trata de injerencia, sino de defensa de principios universales. La OEA, los organismos multilaterales, y sobre todo los gobiernos democráticos de la región, deben pronunciarse con claridad. La pasividad frente a estos procesos solo fortalece a los autócratas.
Y es también una advertencia para otras democracias frágiles. El populismo autoritario no llega de golpe ni con tanques en la calle; se instala con discursos atractivos, con reformas “necesarias”, con ataques sistemáticos a la prensa, con desprestigio de los jueces, con mayorías legislativas obedientes, y sobre todo con una sociedad cansada que prefiere orden a libertad. Es en esos momentos cuando más deben cuidarse los contrapesos, fortalecer a la sociedad civil y defender los principios democráticos, incluso si eso implica incomodar al poder.
¿Dictadura? Tal vez no en su forma más clásica, pero sin duda en camino a serlo. El proyecto de Bukele avanza sin freno, legitimado por las urnas, sí, pero alimentado por una lógica que desconfía de la pluralidad, desarma los frenos institucionales y glorifica la figura del líder único. Que no nos cieguen los resultados a corto plazo: la historia latinoamericana está llena de líderes populares que empezaron combatiendo el caos y terminaron instaurando regímenes de miedo.
El Salvador merece seguridad, justicia y progreso. Pero también merece democracia. Y esta última no se construye con aclamaciones, sino con reglas claras, límites al poder y respeto irrestricto a las libertades. Porque cuando todo el poder se concentra en una sola mano, lo que se viene después ya no es gobernabilidad, sino sometimiento.