Las encuestas presentan una esquizofrenia: nadie lidera la carrera por la gubernatura guinda como la alcaldesa de Tepic, y nadie genera más rechazo. Una contradicción alimentada por el verdadero protagonista de su gobierno: su Rasputín de huarache y la patológica necesidad de éste por el escándalo digital.
Su historial es un catálogo de despropósitos virales: desde exhibir un malacate fallido hasta tener que negar públicamente la paternidad de “todas las niñas de ojos de color”. Pero fue su cinismo lo que le inmortalizó en una advertencia directa a sus críticos: “Es inútil que quieran que la presidenta se deshaga de mí. Si no han podido en cuatro años, no van a poder en los dos que quedan”.
Ahí se muestra la ceguera de la alcaldesa. La zarina Alejandra le entregó el imperio a Rasputín por la promesa de sanar a su hijo. La alcaldesa parece entregarle Tepic a cambio de una carrera política por etapas, un plan mesiánico que la llevaría de reina de belleza a gobernadora en 2027.
La división de tareas es clara. Mientras ella posa para la foto, impecable, con ropa y joyas de marca carísimas, él gobierna. Lo hemos visto: gobernar, para él, es un acto de desatino: insulta opositores, retrasa inversiones y aprieta a los comerciantes con más cobros y a los dedudores con amenazas de embargos. Él ejerce el poder real, crudo y sin filtros.
Al final, el ocaso de la alcaldesa no lo firmará la oposición, desdibujada y testimonial. Lo está firmando ella misma con cada escándalo que permite y cada poder que cede. No es una crisis, sino más bien una autodestrucción en cámara lenta, orquestada involuntariamente por su Rasputín de cabecera, rodeado de estrategas del desastre.