Gerardo Fernández Noroña ha soltado una sinceridad brutal, casi un exabrupto de honestidad. El legislador, tan folclórico como astuto, ha dicho que él no es austero. Que lo son, por necesidad, millones de mexicanos gracias a los malditos malos sueldos. Su frase es una grieta en el vitral de la iglesia oficial, una que deja entrar una luz incómoda sobre el dogma.
Y es que su declaración llega a tono con un verano pródigo en postales que contradicen el sermón. Mientras se predica la austeridad como virtud y la riqueza como delito, las figuras clave del partido gobernante disfrutan de viajes y lujos en el extranjero que poco tienen que ver con el evangelio de la medianía.
La estrategia no es nueva: elevar la pobreza a virtud política, casi bíblica. Se invoca un imaginario donde el pobre es bueno por definición y el rico, un avaro digno del castigo reservado en la Divina Comedia. En esta teología política, el paraíso es un lugar sin lujos, un ideal franciscano donde la renuncia material garantiza la pureza moral. El problema es que sus sumos sacerdotes no parecen muy interesados en habitar el paraíso que pregonan.
Aquí es donde el discurso se rompe. El capital político de la llamada “austeridad republicana” no reside en la administración eficiente de los recursos, sino en la autoridad moral de quien la ejerce. No se le exige al gobernante que sea pobre, sino que sea coherente. Cada viaje en primera clase, cada reloj de lujo, cada residencia en el extranjero no es un pecado económico, sino teológico: es la prueba de que el pastor ya no cree en su propio evangelio, aunque exija que el rebaño sí lo haga.
La frase de Noroña, entonces, es más que una válvula de escape; es un cambio de guion. Un intento de hablar quedo al oído del movimiento: “se equivocaron de enemigo”. Él no ataca la riqueza, sino la pobreza forzada. Busca cambiar el eje del debate, pasar de la hipócrita glorificación de la carencia a la discusión sobre la injusta distribución del ingreso. Es un intento de salvar la narrativa, no defendiendo los lujos, sino redefiniendo el pecado original: no es la opulencia del líder, sino los malos sueldos de la ciudadanía.
Mientras tanto, la contradicción queda expuesta. El movimiento que hizo de la austeridad su bandera moral ahora debe explicar por qué esa bandera solo parece ondear en los balcones de los ciudadanos de a pie. Y así, el Manual para el paraíso franciscano revela su regla final: predicar el sacrificio como virtud ajena, disfrutar la opulencia como derecho propio y, sobre todo, asegurarse de que las puertas de ese paraíso sólo se abran hacia adentro para las masas, mientras sus arquitectos se reservan una salida de emergencia.
Quizás ése es el milagro final de esta nueva fe. No fue convertir el agua en vino, sino la austeridad del pueblo en la opulencia del poder.