Hay que reconocer los resultados del INEGI sobre reducción de la pobreza. Son positivos y no hay evidencia de manipulación. La dimensión de los programas sociales y su masiva transferencia de recursos hacían previsible una mejora en las estadísticas. Para cualquier gobierno, estos datos deberían ser el motivo de la mayor de las fiestas, una celebración más significativa que cualquier triunfo electoral. Ganar por segunda ocasión la presidencia, controlar el Congreso y la mayoría de los estados tendría que ser secundario ante la contundencia de un “pueblo” que vive mejor.
Pero a los organizadores de la fiesta les ha ocurrido un pequeño accidente en la víspera, uno de esos contratiempos que arruinan el protocolo. Como cuando la quinceañera sube de talla y el vestido entallado ya no cierra, el servicio de banquetes sirve la cena fría o al padre de la novia se le suben las copas y termina dando un espectáculo lamentable. El problema es que los números, por más fríos y objetivos que sean, no se leen en el vacío. Llegan a una fiesta ya contaminada por el cinismo, donde las fotografías de los lujos, los viajes y las adquisiciones de propiedades pesan más que las gráficas del bienestar. El banquete estadístico se sirve, sí, pero huele a podrido.
Justo cuando las trompetas estaban listas para anunciar las evidencias del “nuevo amanecer” del pueblo bueno, la obesidad de la opulencia impidió lucir los estrechos vestidos hechos para los famélicos cuerpos de la medianía republicana. Nos hemos dado cuenta de que hubo migajas para millones y riquezas para unos pocos: los hijos, los compadres, los amigos de los nuevos redentores. Han perfeccionado un socialismo para las masas y un capitalismo de compadres para ellos mismos, un truco de ilusionismo donde la austeridad es el telón que oculta el festín.
Los programas sociales del obradorismo son, en esencia, universales: basta tener cierta edad o una condición específica para recibir un apoyo, se necesite o no. Esto, que tiene puntos positivos al eliminar la burocracia, también dispara el gasto de manera desproporcionada, impactando el déficit y el endeudamiento. Quizá no les importe, porque garantiza las plusvalías electorales, pero mantiene inmóviles las variables que impiden o ralentizan la verdadera movilidad social.
La cuatroté no inventó los programas sociales. Los masificó, cierto, pero les quitó importantes resortes. Se desmanteló la arquitectura de la corresponsabilidad que, con todos sus defectos, buscaba un impacto transgeneracional. Con los gobiernos que ellos llaman neoliberales, las familias recibían beneficios si, y solo si, sus hijos estaban vacunados, acudían a revisiones médicas y estaban inscritos en la escuela. El dinero era una inversión condicionada al progreso; se apostaba por la autonomía, no por la dependencia. Al menos eso nos hacían creer. Al eliminar esos requisitos, se amputaron los mecanismos que buscaban fabricar escaleras para salir de la pobreza, sustituyéndolos por redes de seguridad que, convenientemente, también funcionan como redes clientelares.
La ruta sensata no es la claudicación ni la negación. Habría que actuar como ellos no han querido hacerlo: conservar la estructura de los programas sociales, reconociendo sus aciertos, pero ajustarla para que se convierta en una auténtica palanca de desarrollo, sobre todo para quienes están en edad productiva.
Mientras tanto, la gran fiesta de los números queda opacada por la cruda realidad de los excesos. Celebran una estadística mientras ignoran la fractura moral que sus propios actos han provocado. Festejan, en realidad, no los golpes certeros a la pobreza, sino el perfeccionamiento de su administración para beneficio propio.