La columna que escribo, “Mejor que el silencio”, nació en la universidad como un ejercicio para la materia de géneros periodísticos. El título lo tomé de uno de mis discos favoritos de rap español, inspirado en un proverbio oriental que dice: “Que tus palabras sean mejores que el silencio que rompes”. Esa idea me marcó, cuando escuché la explicación del maestro Ignacio José Fornés Olmo (Nach) de cómo nombró a ese disco, porque en culturas de Oriente el silencio no es vacío, sino un valor profundo; romperlo con palabras triviales es, en cierto modo, un desperdicio.
Con esa filosofía trato de ser fiel, no escribo por escribir, no me subo a cualquier tema de moda ni repito lo que otros ya han dicho, y cuando lo hago, prefiero abordarlos desde otra perspectiva, desde otra mirada o poner sobre la mesa temas que suelen quedar fuera de la conversación pública. Y aquí surge la pregunta que hoy les planteo, querido lector: ¿es siempre mejor el silencio? A veces sí. Como dice el refrán, “a palabras necias, oídos sordos”. Guardar silencio puede evitar caer en provocaciones o en banalidades. Pero hay momentos en los que callar se vuelve cómplice, como ejemplo la violencia (desde la institucional, sexual, gubernamental, hasta la familiar) el silencio no es opción.
Lo mismo ocurre con los ismos (machismo, hembrismo) y con la salud mental, un tema que aún carga con un fuerte tabú. No porque carezca de relevancia, sino porque ni en los discursos oficiales ni en las redes sociales encuentra un espacio legítimo. Hablar de depresión o de su consecuencia más trágica, el suicidio, suele enfrentarse a varios muros uno de ellos es la censura digital (que bloquea publicaciones o limita su alcance, por ello los discursos oficiales casi no los tocan porque “no genera likes”) y la incomodidad social, que prefiere mirar muchas veces hacia otro lado. Y es ahí donde, obligatoriamente, las palabras tienen que ser mejores que el silencio.
Ayer escribí sobre un tema que duele y que, sin embargo, se evita: “La depresión tiene rostro de mujer, el suicidio de hombre” fue el nombre de la nota. Muchas veces no miramos más allá de lo que nos sucede; no dimensionamos lo que hay detrás de cada sonrisa ensayada o de cada “buen día” automático. Las prisas y la rutina nos vuelven insensibles. Tanto que, en Nayarit, los casos de depresión aumentaron un 22 por ciento, mientras que a nivel nacional la cifra disminuyó 2.3 por ciento. El dato que más alarma (el morboso como le llamo a veces) no está sólo en el incremento, sino en el rostro de la estadística, en Nayarit, 2 de cada 3 pacientes (66 por ciento) son mujeres; a nivel nacional, ellas concentran casi tres cuartas partes de los diagnósticos (cerca del 75 por ciento).
Los hombres, en contraste, aparecen en muy pocos registros de depresión. ¿Por qué? ¿A qué responde esta invisibilidad? La respuesta incomoda, porque gran parte se debe, creo yo, al machismo y a la desinformación. Aún persisten frases que minimizan y distorsionan la realidad: “las mujeres son más sentimentales”, “un hombre no puede mostrarse débil”, “los hombres no lloran”, “ellas se quejan de todo”. Con esas etiquetas levantamos cárceles emocionales que, tarde o temprano, se vuelven letales y desembocan en escenarios terribles. Peor aún, cuando un hombre se atreve a expresar lo que siente, suele ser minimizado, tanto por otros hombres como por mujeres.
Las redes sociales ofrecen ejemplos claros de esta dinámica. En un video que circula desde hace tiempo, un hombre se quiebra al encontrar un viejo carrete de alambre, ese objeto, gastado y a punto de terminarse, lo acompañó durante décadas, y al mirarlo comprendió cuánto había cambiado su vida, lo que había perdido y lo que había aprendido con el paso de los años. Conmovido, quiso compartir esa reflexión íntima con su esposa, pero ella simplemente se rió. Y ahí radica el problema, seguimos invalidando la vulnerabilidad del hombre, como si sentir fuera un error o un signo de debilidad.
Conviene recordarlo una y otra vez, el ser humano, como especie, es profundamente sentimental, está en nuestra naturaleza, sin importar sexo o género. Negarlo no sólo empobrece nuestra vida emocional, sino que nos condena a sufrir en silencio.
Lo he vivido de cerca, demasiado cerca. Mi mejor amigo se suicidó. Detrás de su sonrisa siempre había un dolor que nunca compartió, un silencio que lo consumía y que ya no pudo soportar. Ese día, nuestro cumpleaños, porque nacimos el mismo día, me llegó su último mensaje, “Carnal, perdón y gracias”. Nunca voy a olvidar esas palabras, tan breves y tan desgarradoras. Fueron su forma de despedirse de mí, porque del resto, al parecer ya lo había hecho, a su manera.
A los años, su primo, su hermano de vida, su cómplice desde la infancia, también decidió irse. No soportó la ausencia, no encontró manera de llenar ese vacío. Y aunque por fuera parecía tener una vida estable, incluso “exitosa”, la grieta en su alma lo carcomía cada día más.
Las cifras hablan de un problema estructural, pero nunca muestran los vacíos del alma. Eso lo entendí a la mala, cuando lo viví en carne propia con Salmo. Por eso creo que no, no siempre el silencio es mejor. Callar puede parecer una forma de protegernos, pero muchas veces solo profundiza el dolor. Hablar, aunque duela, aunque tiemble nuestra voz, puede ser un acto de supervivencia; no importa que el mundo nos diga que es un signo de debilidad. Nombrar lo que sentimos puede marcar la diferencia entre cargar con un dolor en soledad o compartirlo y aliviarlo un poco. Hablemos, aunque nuestras palabras sean imperfectas; vale la pena decirlas.
Al final, ser humano significa sentir, profundamente, y negarlo es condenarnos a sufrir en silencio. Así que sonríe, aunque cueste, que la vida… es gratis. No sabes cómo la está pasando quien está frente a ti, y esa sonrisa puede cambiarlo todo.