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lunes, agosto 25, 2025
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Las trampas del perdón

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Un hombre, con las manos aún manchadas por la sangre de su madre, corre a refugiarse en un templo. Alega que mató para vengar a su padre, cumpliendo un mandato divino. El dios que le dio la orden le ofrece una purificación ritual, pero sus perseguidoras no la aceptan.

Lo acosan unas deidades primordiales, furiosas, aladas (las Erinias), encarnaciones de la culpa que no atienden a razones. Para ellas, más antiguas que los dioses olímpicos, la sangre derramada no se limpia con ceremonias. El tormento de Orestes, narrado por Esquilo en su Orestíada, tuvo que ser resuelto por un nuevo invento: un tribunal humano. Doce ciudadanos atenienses escuchan los argumentos y votan. El resultado es un empate. Es entonces cuando interviene la diosa Atenea, quien preside la corte, y emite su voto de desempate a favor de Orestes, estableciendo un principio fundamental: en caso de duda, la justicia debe inclinarse hacia la clemencia.

El mito nos enseña que el agravio profundo no se resuelve con un simple gesto, sino con la creación de un sistema que trasciende la venganza. Y es precisamente al olvidar esta lección cuando el acto de perdonar, especialmente en la esfera pública, se convierte en una trampa. Pedir perdón, bajo una apariencia de sumisión, transfiere una enorme responsabilidad al ofendido. De pronto, quien ha sufrido la herida se ve obligado a convertirse en juez, en sanador, en custodio de la paz futura. Su respuesta, ya sea que otorgue o niegue el perdón, lo definirá ante los demás. Si perdona, corre el riesgo de ser visto como débil. Si no lo hace, se le puede acusar de rencoroso. La víctima queda atrapada en el desenlace de un drama que no inició.

El acto genuino de pedir perdón es un ritual exigente, casi extinto en la vida pública. Requiere, como mínimo, el reconocimiento de la falta, una confesión sin atenuantes. Exige un arrepentimiento visible, una contrición que demuestre que se ha comprendido el alcance del daño. Y finalmente, demanda la humildad de mirar a los ojos al ofendido y someterse a su juicio. Cualquier cosa por debajo de este umbral es una disculpa, ese pariente pobre y pragmático del arrepentimiento, diseñado más para gestionar las consecuencias que para sanar la herida.

La política moderna ha vaciado el ritual de su contenido, convirtiéndolo en una herramienta de relaciones públicas. Se pide perdón no a la persona, sino a la audiencia. Se ofrece no como un acto de contrición, sino como una estrategia para pasar página. Vemos a colectividades pidiendo perdón a otras por pecados cometidos por generaciones que ya no existen, un teatro de fantasmas donde los actores principales están ausentes. El ejemplo más solemne lo ofreció el Papa Juan Pablo II, cuando pidió perdón por la violencia de la Inquisición y las Cruzadas: un pontífice moderno absolviendo a inquisidores y cruzados que murieron hace siglos.

Por eso el caso del gobierno mexicano exigiendo a España que pida perdón por la Conquista roza el absurdo. Imaginemos el escenario. ¿Quién pide perdón exactamente? ¿El actual rey de España en nombre de Hernán Cortés? ¿Y quién lo recibe? ¿El gobierno de México en nombre de los mexicas, los tlaxcaltecas o los purépechas? La exigencia misma es una trampa retórica. Como España no lo hace, se le acusa de arrogancia imperial. Si aceptara, ¿qué seguiría? ¿Otorgaría México un perdón burocrático, un certificado de buena conducta histórica? La pregunta “¿y una vez que lo pidan, qué?” desnuda la inutilidad del gesto.

El perdón es un proceso doloroso y soberano del ofendido. Es él quien decide si puede sanar, reconstruirse e intentar el olvido. El arrepentimiento del ofensor es una condición necesaria, pero nunca suficiente. Forzar el perdón, exigirlo como una deuda, es una perversión del concepto. Es usar el lenguaje de la sanación para infligir una nueva herida: la de obligar a la víctima a participar en la redención de su agresor.

Quizá deberíamos desconfiar de las grandes ceremonias de contrición pública y prestar más atención a los actos silenciosos de reparación. La justicia, a menudo, es un antídoto más eficaz. Fortalecer tribunales imparciales, comisiones de la verdad y mecanismos de reparación del daño significa apostar por un camino más arduo, pero menos propenso a la manipulación. Porque mientras el perdón puede ser una trampa, la justicia es, al menos, un intento de devolver el equilibrio al mundo. Orestes no fue redimido por una absolución personal ni por una nueva venganza, sino por la creación de una justicia colectiva.

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