Antes de la ley, existía la deuda. Una deuda de sangre que se heredaba como un patrimonio maldito, transmitida de generación en generación. En el universo trágico de los griegos, esta ley primordial tenía sus propios guardianes: las Erinias, a quienes los romanos llamarían Furias. No eran diosas olímpicas, sujetas a caprichos y negociaciones, sino fuerzas cósmicas, nacidas de la primera herida del universo. Su única función era perseguir a quienes derramaban sangre familiar, una tarea que cumplían con una tenacidad implacable, inmunes a cualquier ruego o ritual de purificación.
El tormento de Orestes, narrado por Esquilo, es la crónica de un hombre atrapado en esa lógica circular. Un oráculo le ordena vengar a su padre asesinando a su propia madre. Orestes obedece, pero al hacerlo, comete el crimen que las Furias están obligadas a castigar. Se encuentra en un callejón teológico: desobedecer a un dios es un sacrilegio, pero matar a su madre es una profanación de la sangre. La venganza, lejos de restaurar el orden, sólo ha generado una nueva deuda, un nuevo ciclo de violencia.
La genialidad de Esquilo fue resolver el dilema con la invención de un proceso. La disputa es llevada a Atenas, donde se establece un tribunal humano. Doce ciudadanos escuchan los argumentos del acusado y de las Furias. La votación termina en un empate: seis a favor de la condena, seis a favor de la absolución. El viejo mundo de la venganza y el nuevo mundo de la razón quedan paralizados. Es entonces cuando interviene la diosa Atenea, quien preside la corte, y emite su voto de desempate a favor de Orestes.
Su acto, sin embargo, trasciende el simple desempate. Al absolverlo, establece un principio fundador para la civilización: en caso de duda, la justicia debe inclinarse hacia la clemencia. El mito de Orestes representa así la crónica del nacimiento de la justicia como una institución humana, un proceso deliberativo diseñado para sustituir la furia con la razón y romper el ciclo infinito del “ojo por ojo”.
Hoy parecemos empeñados en desandar ese camino. Confundimos constantemente la justicia con la venganza, sobre todo en el espacio público. La plaza digital se ha convertido en un tribunal sumario donde la turba dicta sentencia sin deliberación. Un tuit desafortunado o una acusación sin pruebas bastan para desatar una persecución implacable que no busca entender, sino castigar; que quiere la aniquilación social del ofensor, no la reparación. Somos, de nuevo, las furias aladas, convencidas de nuestra pureza moral, sordas a cualquier argumento que matice nuestra certeza.
Esta sed de venganza se ha infiltrado también en el lenguaje político, donde el adversario es un enemigo a destruir. La política se convierte en una cacería, en una sucesión de revanchas donde el poder se usa para ajustar cuentas pendientes. Se celebra la caída del otro con un fervor que tiene poco que ver con el triunfo de la justicia y mucho con el placer primario del desquite. Se nos olvida que la justicia institucional, con toda su lentitud y sus imperfecciones, fue creada precisamente para protegernos de nuestros propios instintos vengativos.
La lección de Esquilo es tan incómoda como necesaria. La justicia es un proceso imperfecto, a menudo frustrante, que exige deliberación, pruebas y, sobre todo, la aceptación de que la verdad rara vez es absoluta. El empate en el juicio de Orestes es el reconocimiento de esa complejidad. La intervención de Atenea es la apuesta por una sociedad que, ante la duda, prefiere la piedad a la furia.
Abandonar ese principio es retroceder a un mundo donde la única ley es la de la sangre. La verdadera medida de una civilización reside en la solidez de las instituciones que ha construido para evitar convertirse ella misma en una turba vengadora.