Ahí está, en el centro de la plaza. Podría ser cualquier plaza, en cualquier ciudad o pueblo polvoriento del mundo. Es de bronce y tiene esa capa verdosa, una mezcla de oxidación, lluvia y mierda de palomas. Un hombre a caballo, un general, un reformador de gesto solemne. En la base, una placa de mármol con letras doradas, ya opacas, recuerda su nombre y una acción lejana. Los niños corretean a su alrededor sin verlo. Para ellos, la estatua es un obstáculo en su juego. Un objeto mudo, una pieza de mobiliario urbano cuya historia se ha disuelto en el paisaje.
Para entender el mecanismo secreto que gobierna esa plaza, y todas las plazas, hay que leer un texto brevísimo del escritor Augusto Monterroso. Lo leí en mi juventud ya remota y lo reproduzco aquí porque en su ironía se esconde una verdad brutal:
“En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada. Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque. Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.”
Esa es la clave. La estatua pasó de un homenaje a una neutralización. Es la obra maestra del poder, que tiene una habilidad casi geológica para transformar la lava volcánica de un disidente en la fría roca de un monumento. El poder no adora a los héroes, adora a los héroes muertos. Necesita un panteón de rebeldes convenientemente embalsamados, despojados de su furia, de sus contradicciones, de la mugre de su lucha real. La oveja negra viva es un problema: cuestiona, desobedece, rompe el paso uniforme del rebaño. Es un error en el sistema. La oveja negra muerta, en cambio, es perfecta. Se le puede editar, pulir su biografía, cincelar su rostro hasta que sólo quede un perfil noble, un abuelo de bronce que ya no grita y cuyo único propósito es recordarnos una rebeldía que ya no es una amenaza.
El ritual es el mismo en todas partes. El poder sigue adorando sus estatuas, prueba de su magnanimidad con el pasado, mientras afila los cuchillos para el presente. El arsenal contra las ovejas negras de hoy se ha sofisticado. El fusilamiento ya no siempre es literal, aunque a veces lo sea. La ejecución moderna es más sutil. Es dejarte sin empleo, es auditarte hasta la asfixia, es lanzar a la jauría de las redes sociales para que te despedacen. Es el exilio interior del que ya nadie quiere estar cerca, la humillación pública, la denigración convertida en política de Estado. Es asegurarse de que la disidencia sea tan costosa, tan solitaria, que nadie más se atreva.
Pensemos en nuestros propios héroes, los que habitan los billetes y los discursos oficiales en México. Hidalgo, Morelos, Zapata. Todos fueron, en su tiempo, ovejas negras insoportables para el poder al que desafiaron. Herejes, traidores, radicales. Hoy, el mismo sistema que los aplasta en bronce y los nombra en las calles, ¿qué haría con ellos si estuvieran vivos? Un Zapata del siglo XXI que exigiera un reparto real de la tierra no sería candidato a una estatua; sería calificado de amenaza para la estabilidad, un enemigo del progreso.
Y así, el ciclo de Monterroso se perpetúa en todo el mundo. El poder necesita sus mártires de ayer para justificar su caza de brujas de hoy. La estatua en la plaza celebra el orden restaurado, no la rebeldía. Es un trofeo. Un recordatorio silencioso y eficaz de que, para el rebaño, la única oveja negra buena es la que tiene la inmovilidad de la piedra o el metal.