7.7 C
Tepic
jueves, septiembre 11, 2025
InicioLetras del directorLa justicia y la ley

La justicia y la ley

Fecha:

spot_imgspot_img

Este sábado conversé con una abogada de las que todavía creen que su oficio es una forma de la relojería suiza, un mecanismo de una precisión impecable. Hablamos de la frase que dejó caer, casi como al pasar, un ministro de la Suprema Corte: “Cuando hay un choque entre lo que es el ordenamiento jurídico y lo que consideramos justo, preferir lo justo, incluso por encima del propio ordenamiento jurídico”. Frunció el ceño. “Es la frase más hermosa y la más peligrosa que puede pronunciar un juez”, me dijo, y se quedó en silencio, como si paladeara un veneno.

Su inquietud se quedó conmigo. Porque, ¿qué significa realmente esa elección? ¿Acaso la ley no es el instrumento que hemos construido, con una lentitud de siglos, para intentar acercarnos a la justicia? Entiendo la validez de la subjetividad, la rebelión de la conciencia personal ante una norma que se percibe como injusta. Pero, ¿debe esa conciencia individual, por muy íntegra que sea, prevalecer sobre el andamiaje del marco jurídico? Y la pregunta se vuelve más afilada: ¿puede un juez permitirse esa preferencia?

Pienso en el médico, en esa frontera donde la vida y la técnica se enfrentan. Ante un procedimiento como la eutanasia, un médico puede invocar su conciencia y negarse a actuar. Su negativa, cargada de peso moral, afecta un cuerpo, una decisión, un destino. Pero, ¿por qué el juez no podría hacer lo mismo? ¿Es ético que un juez presida un juicio sobre el aborto si su convicción personal, tan respetable como cualquier otra, es contraria a una ley que lo permite? ¿Qué nos garantiza que su veredicto no será el eco de su opinión, sino el de la ley que juró aplicar?

El médico objeta y se aparta. El juez, si objeta, ¿qué hace? ¿Se excusa de juzgar el caso? Y si no puede, ¿está condenado a torcer la ley para que encaje en su molde moral? Aquí es donde la hermosa frase del ministro empieza a mostrar sus aristas peligrosas. Porque la ley, con toda su frialdad y sus imperfecciones, es el producto de un pacto social. Ha pasado por más filtros (como el debate legislativo, el escrutinio público, la revisión constitucional) que la opinión, forzosamente solitaria, de una persona, por muy sabia que ésta sea. La ley es la arquitectura que nos hemos dado para protegernos, sobre todo, de la arbitrariedad de un solo hombre.

Y es aquí donde la pregunta se vuelve extrema. Ante un crimen horrendo, un juez puede creer, con toda la fuerza de su alma, que el único castigo ejemplar es la pena de muerte, a pesar de que la ley no la contemple. Si le damos la potestad de ignorar la ley para ser “más justo” en beneficio de una persona, ¿le damos también el poder de hacerlo para ser más severo, para saciar una sed de castigo que la propia sociedad ha decidido limitar? ¿O la justicia personal es un menú a la carta, aplicable sólo cuando creemos que conviene?

La ley es, quizá, una forma de la humildad. Es el reconocimiento de que la justicia absoluta es inalcanzable para un solo individuo. Por eso su aplicación exige una disciplina casi sobrehumana: la de silenciar el propio corazón para poder escuchar la voz de un acuerdo colectivo. Tal vez el verdadero acto de justicia de un juez no sea elegir entre la ley y su conciencia, sino someter su conciencia a la ley. Aunque duela. Aunque parezca, por un instante, una traición a sí mismo.

Más artículos