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jueves, septiembre 18, 2025
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¿Por quién doblan las campanas?

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Hay una escena que todos hemos visto, en la infancia o en la torpe adultez: la del jugador que, mientras va ganando, es el más estricto guardián de las reglas, un purista del tablero. Pero en el instante en que la suerte le da la espalda, su discurso cambia. Pide flexibilizar las normas, inventa excepciones o, en el arrebato final, patea el juego y declara que las reglas nunca sirvieron. Es una deslealtad tan común que apenas reparamos en ella, sin darnos cuenta de que en ese gesto infantil se esconde el germen de una forma de tiranía.

La psicología nos da una pista. Jean Piaget describió una etapa del desarrollo, entre los dos y los siete años, que llamó “preoperacional”. En ella, el juego es simbólico y radicalmente egocéntrico; el niño vive un mundo que gira a su alrededor. Sólo después de esa edad, al entrar en la etapa de las “operaciones concretas”, aprende a someterse a reglas claras, a disfrutar del pacto que implica un juego reglado. La convivencia social, en su nivel más básico, depende de que superemos esa primera fase.

El problema es que hay quienes nunca la superan. La pregunta, la que de verdad inquieta, es qué sucede cuando esas personas, con el egocentrismo intacto, llegan al poder.

México lo está viviendo. Y ahora, la maquinaria se ha puesto en marcha para golpear una de las creaciones más nobles del derecho mexicano: el juicio de amparo. Pero, ¿qué es lo que están golpeando? El amparo no es sólo un recurso para abogados. Es el eco de Antígona (aquella heroína de la tragedia griega que se atrevió a desafiar la ley del rey Creonte para obedecer a una ley más alta, la de enterrar a su hermano) y es la herencia de la Carta Magna inglesa poniendo un límite al poder absoluto. Es la idea de que un ciudadano debe tener un escudo contra su propio gobierno. México destiló esa lucha de siglos y le dio un nombre, amparo, un instrumento que le permite a una sola persona ponerse de pie y exigirle a la autoridad que respete la Constitución. Hoy quieren quitarle su poder de suspender una ley mientras se juzga si es injusta.

La lógica detrás de este movimiento es reveladora. En un sexenio donde los grandes contrapesos institucionales (organismos autónomos, fondos, fideicomisos) han sido debilitados o extinguidos, ¿cómo se puede aceptar que una sola persona, un simple ciudadano, tenga el poder de triunfar con un amparo sobre un gobierno que se autoproclama la encarnación del “pueblo bueno”? El ataque al amparo es el último paso en esa demolición: si ya no hay contrapesos colectivos, tampoco puede haberlos individuales.

Quienes hoy debilitan ese escudo actúan con la misma lógica del niño que patea el tablero. Como el juego ya no les favorece para imponer su voluntad sin obstáculos, deciden que esa regla ya no vale. Ignoran que el amparo no se creó para proteger a un gobierno, sino para proteger a los ciudadanos de todos los gobiernos, incluido el de ellos mismos.

Ganarán, sin duda. Pero será una victoria manchada. Perderemos todos un instrumento vital contra los abusos, voluntarios o involuntarios, del poder. Y se equivocan si creen que a ellos no les afectará. El poder es transitorio. El escudo que rompen hoy será el que necesiten mañana, cuando ya no estén en el palacio y vuelvan a ser ciudadanos de a pie.

Correrán ríos de tinta advirtiendo lo que viene. No importará. Pero no nos equivoquemos. Cuando una herramienta creada para proteger al débil del fuerte es desmantelada, las campanas no doblan por una ley abstracta. Como diría el poeta en una meditación sobre la interconexión humana, no preguntemos por quién doblan. Están doblando por nosotros.

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