Este jueves, nos cuentan, fue día de buenas noticias para Nayarit. Salen los señores del INEGI, con sus carpetas y sus gráficas, y nos dicen que qué bonitos estamos. Que somos de los más seguros del barrio. Nos cuelgan una medallita de tercer lugar en el concurso nacional de “a ver a quién friegan menos” y nos avisan que aquí, en esta tierra, el ladrón es considerado y te roba poquito, lo justo pa’ no dejarte en la calle. El costo del delito, dicen, es el más bajo de todo el país.
Y que nuestro director, las hace segunda. Les publica una nota muy bonis. ¡Qué le vamos a hacer!
Para aventar cohetes, ¿no? Poco falta para que enmarquemos la encuesta y la colguemos a ver dónde.
Pero, como siempre, el diablo no anda en los números grandotes, sino en la letra chiquita. Y en lo que de plano no se escribe.
El mismo informe, ese que nos da palmaditas en la espalda, nos suelta un uppercut a la mandíbula que nos deja viendo estrellitas: a nivel nacional, la “cifra negra” es del 93.2 por ciento.
A ver si nos entendemos. De cada cien delitos que ocurren, noventa se quedan guardados en el buche de la víctima. No hay denuncia. Y tres se denuncian pero no hay carpeta. Unos y otros, para la autoridad, simplemente, no existen. Y gobernar así es como manejar un coche de noche, en la sierra y con las luces apagadas, guiándose nomás por lo que dice un mapa de turista. Las soluciones que proponen, los operativos que anuncian, todo está pensado para ese país de fantasía que cabe en sus estadísticas. Mientras, el país real, el de los noventa y tres de cada cien, sigue a oscuras y a su suerte.
¿Y por qué la gente no denuncia? ¿Por apática? ¿Por agachona? No, compa. La gente no denuncia por una razón que debería sacarles los colores de la cara a todos los fiscales y procuradores: porque considera que ir a la autoridad es una soberana “pérdida de tiempo”. Porque le tienen una olímpica “desconfianza a la autoridad”.
Traducido al cristiano: la gente prefiere tragarse su coraje, su pérdida y su miedo antes que ir a pararse a una oficina donde lo van a tratar con la punta del pie para, al final, no hacer absolutamente nada. El silencio no es de paz, qué más daríamos. Es el hartazgo, reconozcámoslo, caray.
Y ahí no para la cosa. Aunque aquí nos roben “barato”, el miedo es de precio completo. Mire nomás la vida que nos ha dejado:
- Más de la mitad de la gente ya no deja que sus hijos salgan solos a la calle.
- Casi la mitad ya no sale de noche.
- Andamos por la vida sin joyas para no tentar al diablo.
- Le tenemos pánico a traer tres pesos en la cartera.
Cada uno de esos datos es un barrote más en la cárcel invisible que hemos construido. No necesitamos un toque de queda oficial; nosotros mismos nos lo imponemos cada tarde. Le hemos entregado la noche y la calle al miedo. Y esa, compa, es una libertad que no se recupera con discursos ni con informes que se citan a medias para la foto.
Vivimos en una jaula con la puerta abierta. El gobierno nos dice que afuera casi no hay lobos, que somos de los corrales más seguros, pero todos, por si las dudas, le ponemos tres cerrojos a la reja y nos metemos a dormir temprano.
Así que guarden los aplausos y las fanfarrias. La medalla que nos cuelgan está hecha con el metal fundido de la resignación ciudadana. Y el diploma está impreso sobre el papel de todas esas denuncias que nunca se hicieron.
La procesión, como siempre, va por dentro.
Ahí se las dejo y pronto nos leemos, si nos nos corren.