La escena transcurre en un balcón, bajo el sol de Jerusalén. Abajo, una multitud ruge, azuzada por los dueños del templo. Arriba, tres hombres: un gobernador romano que es la encarnación de la Ley, un criminal llamado Barrabás que sirve de moneda de cambio y un prisionero, Jesús de Nazaret. Lo que está a punto de ocurrir: un juicio como ejemplo de la demolición de la idea misma de justicia. La vida de un hombre será sometida a votación.
El proceso legal se colapsa en la figura de Poncio Pilato. Él, como juez, interroga al acusado y lo declara inocente, no una, sino varias veces. Para la ley romana que Pilato representa, el caso está cerrado. Pero la ley, esa mañana, es un estorbo frente al cálculo político. El miedo a una revuelta, a un mal informe enviado a Roma, pesa más que la inocencia probada de un hombre.
En ese momento para Jesús ¿existía una salida? ¿Un recurso, una apelación? Décadas más tarde, en esa misma provincia, el apóstol Pablo, al sentirse acorralado por un juicio local, detuvo todo con una frase: “Apelo al César”. Podía hacerlo porque era ciudadano romano; tenía un estatus, un escudo. Jesús, el aprendiz de carpintero y predicador profesional de Galilea, no tenía a quién apelar. Para él, Pilato era el César. No había una instancia superior.
Y es ahí donde el gobernador, viéndose atrapado, comete el acto de cobardía que definirá su nombre para siempre: se lava las manos. Renuncia a su deber de juzgar y le entrega la decisión a la masa. La pregunta “¿a quién de los dos queréis que os suelte?” es la destrucción del derecho. La culpa o la inocencia dejan de ser una cuestión de pruebas para volverse un concurso de popularidad. Es la justicia por aclamación, que no es otra cosa que el nombre técnico del linchamiento.
Cuando un juez abdica de su responsabilidad y la somete al griterío, deja de ser juez. Se convierte en un cómplice.
Toda la estructura del debido proceso no es una invención de teóricos. Se construyó sobre la memoria de injusticias como ésta. Cada derecho, cada procedimiento, es una cicatriz, una lección aprendida del horror. La ley, en su mejor versión, es el depositario de la sabiduría que nace del sufrimiento. Es la respuesta de la civilización a debilidades como la de Pilato.
Por eso, el amparo es el mecanismo que inventamos para decir: “No, los derechos de una persona nunca pueden ser sometidos a votación”. Es el muro que le dice al poder que, aunque tenga a la multitud de su lado, su autoridad tiene un límite: la Constitución. Es, al final, el recurso que le habría permitido a un hombre, hace dos mil años, defenderse de la sentencia de un juez que sabía que era inocente, pero no tuvo el valor de ser justo.
Y es precisamente esa promesa, ese legado, lo que hoy se pone a prueba. Sin dejar de reconocer avances necesarios en la digitalización o en la agilidad de los plazos que anuncia el proyecto de reforma de la Ley de Amparo, las modificaciones propuestas abren grietas peligrosas en ese muro. Se introduce la falacia de que un vago “interés social”, definido por el gobierno en turno, puede contraponerse a los derechos humanos de una persona. Se endurecen las condiciones para otorgar la suspensión, esa pausa vital que frena el acto de poder, lo que en la práctica es decirle al ciudadano que el golpe primero lo reciba y después, ya veremos.
Quizá lo más grave es que se le abre la puerta a la propia autoridad para justificar por qué no puede cumplir una sentencia, convirtiendo la orden de un juez en una sugerencia opcional. Son tecnicismos letales que, en la práctica, significan una cosa: que la balanza se incline de nuevo hacia el poder, dejando al ciudadano un poco más solo, un poco más como en aquel balcón de Jerusalén.