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jueves, septiembre 25, 2025
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Mejor que el Silencio | El desafío del humano ser

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Todas las cosas se repiten. Una idea nietzscheana, tal vez. Un patrón que se manifiesta una y otra vez en la historia, en la cultura, en las pequeñas cosas cotidianas y en los memes. ¿Cuántas veces hemos sentido lo mismo que Anton Ego, el crítico gastronómico de Ratatouille, cuando una simple experiencia, aparentemente banal, nos conecta con algo profundo, remoto, casi místico? Es esa sensación de déjà vu, como si lo vivido en ese preciso momento fuera una reminiscencia de algo mucho más grande.

Esa imagen icónica de Ego probando el plato de Remy, transportado instantáneamente a su infancia, se ha vuelto viral, un fenómeno casi universal en redes sociales, representando no solo una conexión emocional profunda con lo más básico de nuestra existencia, sino también una ironía sobre el proceso creativo. Y es que esa escena se ha convertido en un referente cultural, esa mezcla de nostalgia y revelación, de un “renacer” inesperado gracias a un gesto simple, refleja una verdad más amplia, que va más allá de la cocina.

Ese poder evocador de una imagen, esa fugaz revelación que parece sacudir el alma, es algo que, a lo largo de los siglos, se ha repetido en diversas formas. Como si estuviéramos destinados a encontrarnos con las mismas lecciones, pero cada vez con una nueva perspectiva, un matiz distinto (¿no me crees? agarra un libro de historia). Esta repetición no es simple nostalgia; es, más bien, el mecanismo de nuestra conciencia humana, que, como en la filosofía de Nietzsche, regresa siempre al mismo punto, pero con la intención de trascenderlo, de superarlo. En este ciclo eterno, las cosas parecen repetirse, pero siempre hay algo nuevo, una variación que nos permite evolucionar.

Todo se repite. Ejemplos sobran. Y en el vasto océano de la historia, uno de los momentos icónicos de la cultura moderna ocurrió en el mundo del ajedrez. Aunque yo solo sepa lo más básico sobre el juego, el episodio de 1996 entre Garry Kasparov y Deep Blue siempre ha sido un punto de inflexión que me dejó perplejo.

En febrero de ese año, en Filadelfia, Kasparov, el campeón mundial de ajedrez, logró vencer a Deep Blue, la supercomputadora de IBM, en una partida histórica. La victoria de Kasparov fue un triunfo de la mente humana sobre la máquina, una metáfora de David (el hombre) enfrentando a Goliat (la máquina), como si la historia de la humanidad, esa lucha constante por superar sus límites, estuviera condensada en 64 casillas.

Pero, como todo buen relato épico, la victoria de Kasparov fue pasajera. En 1997, Deep Blue regresó más poderosa, mejorada en cada aspecto, y derrotó a Kasparov, ese episodio revivió el temor que se había despertado en 1991 con Terminator 2: El juicio final. Las maquinas derrotando al hombre. Fue como si la visión de Isaac Asimov sobre la relación entre humanos y máquinas hubiera cobrado vida. En sus relatos, las máquinas, aunque creadas para servirnos, inevitablemente adquirían sus propios objetivos y metas, muchas veces superando a sus creadores.

Hoy, casi tres décadas después, nos encontramos en una nueva edición de este duelo titánico: Magnus Carlsen, el actual campeón mundial de ajedrez, enfrentando a ChatGPT. El noruego, que ostenta el título de número uno del mundo, se vio frente a la IA, y con una ejecución casi quirúrgica, inclinó la balanza de nuevo a favor del Homo sapiens. Ganó sin perder una sola pieza, una muestra de maestría absoluta. Y ChatGPT, como un buen perdedor, aceptó su derrota con la humildad que le ha sido programada: “Eso fue metódico, limpio y agudo. ¡Bien jugado!”, dijo, reconociendo su derrota en 53 movimientos, con todos sus peones capturados.

El episodio, aunque anecdótico, es profundamente simbólico. La ciencia ficción siempre ha jugado con la idea del hombre que, en su afán de crear a su semejanza, acaba enfrentándose a la creación que, en algún punto, lo supera. Desde Frankenstein de Mary Shelley, pasando por 2001: Odisea del espacio de Stanley Kubrick, Ex Machina de Alex Garland, hasta B’t X de Masami Kurumada, el temor de que nuestras creaciones lleguen a tener más poder que nosotros mismos se ha instalado en el imaginario colectivo. La figura del creador que pierde el control de su creación es un tema recurrente, y en muchos casos, es un reflejo de una crisis existencial: el hombre, al crear algo que no entiende completamente, ve reflejado en su obra un espejo distorsionado de sí mismo.

Sin embargo, tal vez hoy no sea ese el momento. Tal vez, como en 1996, celebramos una pequeña victoria, aunque el temor de ser vencidos por las maquinas este latente como en 1997. Tal vez, como entonces, la memoria de Kasparov sigue viva en las manos de Carlsen, y la humanidad aún conserva esa chispa de genialidad capaz de dejarlas atrás.

Desde una perspectiva filosófica, este momento puede ser una reafirmación de lo que significa ser humano. Como decía Albert Camus en El mito de Sísifo, el hombre enfrenta su destino sin esperanza, pero con desafío. La victoria de Carlsen, más que un triunfo en ajedrez, es una muestra de nuestra capacidad para crear belleza, estrategia e intuición, aun cuando las máquinas nos desafían. La IA puede calcular millones de movimientos en segundos, pero la chispa humana siempre tendrá la última palabra.

Aunque las cosas se repiten, cada repetición trae una ligera variación, y en esas variaciones, como en el ajedrez y en la vida, está la magia. Es en la capacidad de ver lo familiar desde una nueva perspectiva donde reside la belleza de nuestra existencia. Y quizás, por ahora, es suficiente saber que, al menos por un momento, la humanidad ha vuelto a ganar.

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