Hay que imaginarlo. Es de noche en Santiago de Chile, en los años más oscuros. Un hombre de pijama, tal vez con lentes de lectura, pasa las páginas de un libro raro, una primera edición quizá. El hombre es Augusto Pinochet, y en su biblioteca personal reposan 55 mil volúmenes. Algunos son libros de geografía, política y milicia, de los cuales él mismo escribió una decena. Otros son joyas bibliográficas, tesoros que incluyen un gran fondo de autores marxistas que, en ese mismo momento, ningún otro chileno puede leer, porque sus obras han sido purgadas de las bibliotecas públicas, echadas a la hoguera.
Esa imagen, la del tirano que lee en la intimidad los mismos libros que prohíbe a sus gobernados, contiene una paradoja que nos incomoda profundamente. Nos hemos aferrado a la idea romántica de que la cultura es un antídoto contra la barbarie, de que la lectura nos hace, por ósmosis, mejores personas. Que un hombre capaz de apreciar la belleza de un verso o la complejidad de un argumento histórico no puede ser, al mismo tiempo, el arquitecto de la tortura y la desaparición.
He conversado sobre esto con una psicóloga especializada en entrevistar a criminales de alto perfil. Su respuesta fue un balde de agua fría sobre esa creencia reconfortante. Me dijo que, entre más informadas y preparadas, las personas son más hábiles para engañar, mentir y manipular. La cultura, en sí misma, no es un código moral. Es, a veces, una herramienta. En manos de una conciencia íntegra, puede construir puentes de empatía. En manos de un psicópata, afila las armas de la seducción y la justificación. Las actitudes y conductas humanas no dependen del tipo de lecturas, sino de otros códigos de valores que, por desgracia, no se adquieren en los libros. Si así fuera, me dijo, Pinochet habría sido un alma de Dios.
La historia nos ofrece una galería sombría de estos personajes. Pensemos en Hitler, el pintor frustrado, lector voraz que acumuló miles de libros y que usó su relectura perversa de la mitología y de la filosofía de Nietzsche para construir el andamiaje ideológico del Holocausto. Pensemos en Franco, el dictador que se veía a sí mismo como un cruzado católico, un defensor de la civilización occidental, mientras firmaba sentencias de muerte y sumía a España en décadas de silencio y miedo.
O pensemos en un caso más cercano, el de Porfirio Díaz. El hombre que llenó a México de teatros a la francesa, que impulsó la ciencia y la academia, y que se rodeó de una élite de intelectuales brillantes, los “Científicos”. Fue la época del “orden y progreso”, de un refinamiento cultural innegable que, sin embargo, se construyó sobre la represión brutal de los yaquis, la explotación de los campesinos y la anulación de las libertades políticas. La cultura, para él, no fue un fin. Era un costoso decorado para la autocracia.
Es cierto que el común de los políticos de hoy suele tener una cultura y unas lecturas escasas, y eso es también un problema. Pero caemos en una trampa si creemos que sólo su ignorancia explica la barbarie de sus palabras y acciones. La lección de los dictadores bibliófilos es que el verdadero peligro no es la falta de inteligencia, sino la inteligencia sin empatía. La cabeza gigante y el corazón diminuto. Por eso son tan excepcionales, tan raros en la historia, los hombres y mujeres que logran tener ambos, la cabeza y el corazón, del mismo tamaño descomunal.