Hay frases que son radiografías del alma, destilados de una forma de entender el poder. Algunas de esta especie están inmortalizada en La novela de Perón, esa obra monumental donde Tomás Eloy Martínez difuminó las fronteras entre la biografía y la ficción para auscultar el corazón de un mito. La anécdota nace de las largas conversaciones que el periodista tuvo con un Juan Domingo Perón ya en el exilio, y en la novela, el viejo general, con esa astucia de serpiente que lo caracterizaba, le confía su método para aniquilar a sus enemigos a través de una parábola de una crueldad exquisita:
“Cuando los chinos quieren matar a los gorriones, no dejan que se posen en los árboles. Los hostigan con palos, no dejan que se posen, y así les van quitando aliento, hasta que se les rompe el corazón. Con los que quieren volar mucho, yo hago lo mismo. Dejo que vuelen. Más tarde o más temprano, todos se caen, como los gorriones”.
La lección no venía desde un trono, sino desde la aparente debilidad del exilio, lo que la hacía aún más perturbadora. Al leerla, uno no sabe a quién admirar o temer más, si al general que condujo la locura colectiva argentina que no acaba de morir a estas fechas (septiembre de 2025) o al novelista deslumbrante que encontró la imagen perfecta para encapsular la paciencia letal de un tirano. La historia funciona como una verdad autónoma, una lección sobre la guerra de desgaste como una de las bellas artes del poder.
La estrategia es brillante por lo que omite. El cazador no dispara, no envenena, no ataca de frente. Su poder reside en su inacción calculada. Simplemente crea las condiciones para que la presa no pueda descansar. Su arma es el ruido constante, la negación del santuario. Impide la pausa. Y espera. Sabe que la energía es un recurso finito y que un vuelo perpetuo es una condena a muerte. Pero el verdadero golpe es psicológico. Es una táctica diseñada para sembrar la duda en el disidente, para aislarlo y hacerlo sentir que su lucha no sólo es inútil, sino que su agotamiento es un fracaso personal. El poder ni siquiera tiene que justificar su fin; la víctima, exhausta y sola, parece haberlo elegido. La responsabilidad de la muerte, en esa lógica perversa, se transfiere al propio gorrión, a su “necedad” de querer seguir volando.
Esa imagen me vuelve a la memoria con una frecuencia alarmante al observar la política de los tiempos actuales. Veo a ciertos políticos, de todos los bandos, convertidos en gorrionas y gorriones frenéticos. No cesan de darse cuerda, de responder a cada ataque, de participar en cada polémica, de alimentar sin descanso la maquinaria insaciable de las redes sociales. Vuelan alto, rápido, de un árbol a otro sin encontrar reposo, convencidos de que el movimiento perpetuo es una demostración de fuerza y vigencia. Es una actuación ininterrumpida para una audiencia invisible pero demandante, una carrera sin meta donde detenerse es desaparecer.
No se dan cuenta de que el cazador ha cambiado. Ya no es un solo hombre con un plan, sino el sistema mismo. El hostigamiento ya no requiere de palos, se nutre del algoritmo que premia la estridencia, del ciclo de noticias que exige un sacrificio diario de opinión, de la tiranía del clic. Es un estruendo digital que no permite que nadie se pose, un entorno diseñado para la fatiga.
Y así, los vemos agitar las alas cada vez con más desesperación. Creen que están luchando, que están ganando la batalla del día, sin ver que sólo están gastando su aliento. Y tarde o temprano, como predijo el viejo general, se caen. No con el estrépito de una gran derrota, sino con el silencio de la irrelevancia, con un error fatal cometido por fatiga, o simplemente porque el corazón, de tanto agitarse, un día, se rompe. Y el bosque, indiferente, sigue su curso.