7.7 C
Tepic
jueves, octubre 2, 2025

Huir a Samarra

Fecha:

spot_imgspot_img

Hay relatos que se anclan en la memoria por su simplicidad brutal. Son como pequeñas piezas de relojería fatal que, una vez que escuchas, no dejan de funcionar en tu cabeza. Escuché una de estas historias hace años, en un taller de guion inspirado en los métodos de García Márquez. Es una adaptación de una antiquísima leyenda mesopotámica, inmortalizada en el siglo XX por el escritor Somerset Maugham, y aclara la naturaleza del destino mejor que cualquier tratado de filosofía:

“El criado llega aterrorizado a casa de su amo. ‘Señor’, dice, ‘he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho una señal de amenaza’. El amo le da un caballo y dinero, y le dice: ‘Huye a Samarra’. El criado huye. Esa tarde, el señor encuentra a la Muerte en el mercado. ‘Esta mañana le hiciste a mi criado una señal de amenaza’, dice. ‘No era de amenaza’, responde la Muerte, ‘sino de sorpresa. Porque lo veía ahí, tan lejos de Samarra, y esta misma tarde tengo que recogerlo allá’.”

Lo terrible de la Muerte en esta historia es su naturaleza burocrática. Es una funcionaria con una agenda, una empleada sorprendida por un aparente error de logística. El verdadero protagonista es el criado, su terror y, sobre todo, su falta de imaginación. Ve un gesto y no lo interpreta, simplemente le proyecta su pánico más profundo. No pregunta, no duda, no contempla otra posibilidad que no sea la amenaza. Y es esa ceguera, esa certeza nacida del miedo, lo que sella su suerte. Su pánico es el motor de la trama, la fuerza que pone en marcha los engranajes del destino. Su necesidad desesperada de escapar es lo que lo pone en el camino exacto para cumplir, puntual, con su cita.

La anécdota revela una ley casi universal: huir es, a menudo, correr de frente hacia aquello que más tememos. Es una verdad que casi siempre aprendemos demasiado tarde.

El miedo es un mal consejero porque opera bajo un principio de simplificación. Cuando nos domina, anula nuestra capacidad para el matiz, para la reflexión. Estrecha el campo de visión hasta que sólo queda una opción visible: la huida. El terror nos convence de que el movimiento, cualquier movimiento, es mejor que la quietud. Nos dice que el peligro está aquí, ahora, y que la salvación está en cualquier otro lugar. Lo que omite es que, al correr sin rumbo, a menudo somos nosotros mismos quienes trazamos el mapa que nos lleva directamente al centro del laberinto del que queríamos escapar. El miedo es el combustible que acelera el viaje, pero también el arquitecto del destino.

Lo vemos en todas partes, en esas pequeñas tragedias cotidianas. La persona que, aterrada por la soledad, se aferra a relaciones fallidas, sabotea cualquier oportunidad de una conexión real y termina, inevitablemente, más sola y rota que al principio. El empresario que, obsesionado con evitar la quiebra, recorta costos hasta asfixiar su propio negocio, provocando el colapso que tanto le angustiaba. O el gobernante que, por miedo a la disidencia, reprime con tal torpeza que acaba por generar una rebelión mucho mayor a la que pretendía evitar. En cada caso, el esfuerzo frenético por esquivar un futuro imaginado es lo que le da a ese futuro la fuerza para volverse real.

Esta lógica opera en lo individual y en lo colectivo. Una sociedad que, por miedo a la inestabilidad, le entrega todo el poder a un solo hombre, termina descubriendo la inestabilidad suprema que reside en la voluntad de un solo hombre. Un país que, por miedo a la pobreza, explota sus recursos de manera irracional, garantiza la miseria para las generaciones futuras.

La lección del criado revela algo más sutil que un destino: la forma en que nuestras propias reacciones lo construyen. ¿Qué habría pasado si, en lugar de correr, el criado se hubiera acercado a la Muerte? ¿Si le hubiera preguntado, con calma, el porqué de su gesto? Quizá no habría cambiado el final, pero habría cambiado el viaje. Habría despojado a su destino del elemento más trágico: el de haber sido él mismo, con su propio miedo, el arquitecto de su final. La única libertad que nos queda, quizá, es la de elegir cómo caminamos por el mercado.

Más artículos