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viernes, octubre 3, 2025
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¿Somos Tlaxcala?

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Ayer, Tlaxcala celebró 500 años de su fundación. Me enteré por una nota breve, casi un apunte perdido en el torrente de noticias. Hasta acá, a esta geografía lejana, no llegaron los reflejos de la pirotecnia ni el eco de sus cantos. Y sospecho que tampoco llegaron a muchos otros rincones del país. La distancia, sin embargo, no explica este silencio; es algo más profundo, más incómodo: una forma de la desmemoria, la negación selectiva de una parte de nuestro pasado que no encaja en el guion simple que nos hemos contado sobre nosotros mismos.

Vivimos instalados en una esquizofrenia de la identidad. En el discurso público, en la retórica oficial, nos sentimos los herederos únicos y puros del mundo indígena. Reclamamos con orgullo la grandeza de Tenochtitlan y nos envolvemos en un indigenismo de museo, romántico, sin fisuras. Pero en los hechos, en las actitudes cotidianas, en el racismo burdo que impregna nuestra sociedad, aflora el conquistador. Exaltamos el penacho de Moctezuma mientras anhelamos el apellido europeo. Tanto así, que nuestro gobierno ha llegado al extremo de exigirle a España que pida perdón por una Conquista que, sin la participación activa y decisiva de miles de indígenas sometidos por los mexicas, jamás habría ocurrido.

Es una sinrazón que se aprende en la infancia. En los libros de texto, los aztecas eran los héroes, los santísimos habitantes de una metrópoli gloriosa. Y los tlaxcaltecas eran los otros. Los traidores. Una sola palabra, lapidaria, para despachar uno de los episodios más complejos de nuestra historia. Un adjetivo que nos ha ahorrado la difícil tarea de pensar, de entender que la historia rara vez es un cuento de hadas.

No han bastado quinientos años para entender nuestro mestizaje. Para hacerlo, habría que admitir una verdad incómoda: el imperio de la Triple Alianza, liderado por Tenochtitlan, era un poder hegemónico, brutal y expansionista. Como bien han documentado historiadores, los mexicas imponían un sistema de tributos asfixiante que drenaba la riqueza de decenas de pueblos. Exigían maíz, mantas, cacao, metales preciosos y, lo más terrible, la entrega periódica de seres humanos, jóvenes de los pueblos sometidos, para el sacrificio ritual en la capital. Las “guerras floridas”, lejos de su nombre poético, eran una industria de la captura, una demostración de poder militar y terror psicológico. Para pueblos como los totonacas, los otomíes y, sobre todo, para el señorío de Tlaxcala, Tenochtitlan representaba una amenaza mortal, un ciclo de humillación y muerte.

Cuando Hernán Cortés llegó a las costas de Veracruz, Tlaxcala era el último gran bastión independiente en el altiplano central. Llevaban décadas resistiendo el asedio mexica, cercados, aislados comercialmente, en una guerra perpetua por su supervivencia. La decisión de aliarse con esos extraños recién llegados, tomada tras intensos debates en su asamblea, no fue un acto de traición a una “nación” mexicana que no existía. Se trató de una jugada de realpolitik, una alianza estratégica desesperada y perfectamente lógica. Vieron en Cortés al único con la fuerza militar suficiente para ayudarles a derrotar a su opresor histórico. La Conquista fue, en gran medida, una rebelión masiva de pueblos mesoamericanos contra el yugo azteca. Fueron los tlaxcaltecas quienes aportaron el grueso de las tropas, la estrategia de terreno y la voluntad de victoria.

Entender esto, sin embargo, es demasiado complejo. Y en la narrativa polarizante que hoy nos gobierna, la complejidad es un estorbo. Es mucho más útil para el poder continuar con el desprecio a esa parte de nuestro pasado, mantener viva la fábula de un paraíso invadido y de unos traidores que lo entregaron. Es más fácil dividir el mundo entre leales y judas. El problema de esta simplificación es que nos condena a no entendernos, a buscar siempre un culpable externo para nuestras propias contradicciones, y nos incapacita para reconocer la legitimidad de las alianzas inesperadas o las disidencias pragmáticas en nuestro presente.

Pero al negar a Tlaxcala, nos negamos a nosotros mismos. Nos negamos a entender que somos hijos de una colisión brutal y fascinante, llena de alianzas, estrategias, odios y contradicciones. Somos tan herederos de la resistencia de Cuauhtémoc como de la pragmática supervivencia de los tlaxcaltecas. Somos, en el fondo, Tlaxcala. También llevamos la sangre de conquistadores sedientos de riqueza y predicadores de otro Dios. Y hasta que no tengamos el valor de mirarnos en ese espejo, de aceptar la complejidad de nuestro origen sin buscar villanos ni santos, seguiremos siendo una nación que celebra sus estatuas mientras desprecia la mitad de su rostro.

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