
Hace unos días, el biógrafo autorizado de la Presidenta, Jorge Zepeda Patterson, nos contaba en un texto cómo Claudia Sheinbaum se había hecho con el timón del barco. Nos relató la proeza de tomar el control político en un mar infestado de tiburones. Ahora, el mismo Zepeda, puntual como la cruda después de la fiesta, nos avisa que una cosa es ser el capitán y otra muy distinta es que el motor arranque y haya combustible para llegar a buen puerto. Su nuevo análisis, publicado también en El País, pone el dedo en la llaga más dolorosa: la economía.
La tesis de Zepeda es que la verdadera batalla de este gobierno ya no es política, es económica. Sostiene que López Obrador ganó la pelea que le tocaba: cambiar el rumbo del país y asegurar la continuidad de su movimiento, y consiguió ambos objetivos. Pero para lograrlo, dice el autor, se hizo una “hazaña” que es “irrepetible”. Y aquí hay que detenerse. La hazaña, nos recuerda, fue sacar a 9.5 millones de personas de la pobreza con un crecimiento económico miserable de apenas el 1% anual. No es poca cosa, hay que decirlo. Son millones de familias con un plato más seguro en la mesa. Pero el cómo se logró es lo que preocupa.
Zepeda lo explica con una claridad que asusta. La magia se hizo con dos trucos que solo funcionan una vez. El primero, un aumento brutal al salario mínimo. Que esto fuera posible sin desatar una crisis, dice el autor, revela la “enorme magnitud de un abuso en contra de los trabajadores que se tradujo en ganancias extraordinarias para el capital”. O sea, no fue un milagro, fue un acto de justicia tardía. Pero esa liga ya no se puede estirar mucho más. El segundo truco fue financiar los programas sociales, que hoy reparten 40,000 millones de dólares anuales , con el adelgazamiento del gobierno, cobrando mejor los impuestos y usando los “guardaditos”. Fue como una familia que, para poner más comida en la mesa, vende los muebles y deja de pagar el cable. Es admirable y necesario en una emergencia, pero a la larga te quedas sentado en el suelo y sin patrimonio para la siguiente crisis.
Ese es el país que recibe Sheinbaum: uno con la despensa social más llena, pero con la alacena del gobierno casi vacía. Ya no hay más muebles que vender.
Y aquí es donde Zepeda plantea el duelo mexicano de nuestros tiempos. El gobierno, dice, tiene una concentración de poder político como no se veía en cuarenta años. Tiene el sartén, el mango y hasta la estufa. Pero resulta que la iniciativa privada es la que tiene el 85% de los empleos y genera el 75% de la riqueza del país. O sea, los empresarios tienen los huevos, el chorizo y el jitomate. Y si no se ponen de acuerdo el del sartén y el de la comida, la gente se queda sin desayunar. No es un pleito de ideologías, insiste el autor, es de simple “aritmética”. Los programas sociales ya están en la Constitución; no son una opción, son una obligación. Y si el pastel de la economía no crece, esa obligación se vuelve una bomba de tiempo.
La Presidenta, reconoce Zepeda, ha intentado acercarse a los de la billetera, ha bajado el tono de la polarización y les ha puesto sobre la mesa un plan para que inviertan. Pero la inversión no llega como debería. ¿Por qué? Por el ruido. Por las señales cruzadas. Zepeda menciona que mientras el gobierno busca el diálogo, hay acciones como la reforma judicial o los cambios al amparo que, “sea de percepción o de fondo, no están ayudando para resolver este distanciamiento”. Y es que el dinero es cobarde. El dueño de un taller en Tepic no entiende de transformaciones históricas; entiende de si las reglas del juego son claras. Si desde Palacio le mandan una sonrisa, pero desde el Congreso le mandan un cambio a las reglas que le da incertidumbre, el hombre prefiere guardar su dinero bajo el colchón.
La advertencia final de Zepeda es helada. Dice que Morena tiene asegurada la presidencia por un buen rato, pero que el riesgo es que se vuelva un partido “anodino”, simple administrador de la precariedad. Que se convierta en una versión moderna de los gobiernos de antes: un aparato de poder inmenso dedicado a gestionar la pobreza, no a erradicarla. Si el pastel no crece, dice, la única forma de seguir repartiendo es con más deuda o con más impuestos, lo que espanta todavía más la inversión. Sería la ironía máxima: mantener el poder, pero sin una “transformación real”.
Al final, la batalla de Sheinbaum, la que definirá si su presidencia fue un éxito o un fracaso, es demostrar que puede ser las dos cosas a la vez: la defensora de los de abajo y la generadora de confianza para los que arriesgan el capital. La diferencia, concluye Zepeda, entre hacer un papel digno y convertirse en una verdadera “figura de Estado”.
Ahí se las dejo y pronto nos leemos.