Recuerdo mi primera confesión. Para acceder a la primera comunión, el rito exigía una lista de pecados y yo, con la imaginación estéril de un niño de siete años, tuve que inventarlos. “Desobedecí a mis padres”, dije, quedo, al cura a través de la rejilla, seguro de que aquella era la transgresión más grave que mi corta biografía podía ofrecer. Mi infancia transcurrió en ese universo de culpas prefabricadas. Al tiempo que me presentaron a mi Ángel de la Guarda, pregunté de qué me guardaba. La respuesta fue un mapa de terrores: del Diablo, de los robachicos y de la oscuridad. Y fue entonces, al recibir el remedio, que empecé a temer de verdad a la noche. Y muchísimos años hacía mi oración cada noche: “Ángel de la Guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día”.
Esa pedagogía del miedo no se limitaba al catecismo. En la escuela, el civismo y la historia patria se encargó de cincelar en nosotros un panteón y un bestiario a la medida de la nación. Aprendimos a venerar a nuestros dioses laicos: Cuauhtémoc, Hidalgo, los Niños Héroes, la bandera. Y, con el mismo fervor, aprendimos a odiar a nuestros demonios: Cristóbal Colón, Hernán Cortés, los americanos, los franceses, el imperialismo yanqui. El problema es que mientras cantábamos el himno con la mano en el pecho, soñábamos con otra cosa. Nos soñábamos blanquísimos, con ojos de color, reyes coronados en un castillo, de Disneylandia si era posible. Crecimos en una esquizofrenia silenciosa, una fractura entre la identidad que se nos imponía y la que secretamente anhelábamos.
Y así seguimos. No importa si nunca hemos salido de un remoto pueblo, si habitamos en las grandes metrópolis o si acumulamos maestrías de tiempo completo o de viernes por la tarde o doctorados en el extranjero. Como nación, arrastramos esa educación sentimental de la víctima. Nos concebimos a nosotros mismos como el resultado de una cadena de agravios, siempre a merced de algún demonio externo, siempre esperando la salvación de un redentor autóctono. Hasta hace algunos años, ese redentor se llamó PRI y su evangelio fue la Revolución Mexicana. Hoy, se llama Cuarta Transformación y su sermón es la lucha contra el neoliberalismo. El nombre del salvador cambia; la necesidad de ser salvados permanece intacta.
Lo acabamos de revivir este 12 de octubre. El grito de “Nada que celebrar” es una consigna y la liturgia de nuestra identidad. Nos negamos a aceptar que de esa colisión brutal, de ese encuentro violento, nacimos nosotros. Preferimos la comodidad de la pureza mancillada a la complejidad del mestizaje. Y no es un caso aislado. Nuestra historia patria es un martirologio. Celebramos con más fervor nuestras derrotas que nuestras victorias. La gesta heroica por excelencia no es una batalla ganada, es la inmolación de los Niños Héroes en Chapultepec, un acto de suicidio romántico ante una derrota inevitable. Nos sentimos más cómodos en el papel del vencido con honor que en el del vencedor pragmático. Retozamos en nuestras heridas porque nos dan un sentido, una justificación.
Esta fascinación por la derrota es el terreno más fértil para el populismo. Un pueblo que se asume como víctima perpetua siempre estará buscando un culpable y un salvador. El líder populista entiende esto a la perfección. Su discurso no necesita ser complejo ni ofrecer soluciones viables; basta identificar con claridad al demonio (el español, el gringo, el conservador, el neoliberal, el fifí) y presentarse a sí mismo como el único capaz de exorcizarlo. Su poder no emana de sus logros, sino de su capacidad para encarnar y administrar el resentimiento colectivo.
Es lamentable, sí, que el poder vea a los pobres como una cantera de votos, como una clientela a la que se puede mantener cautiva con transferencias de efectivo. Pero hay una verdad más profunda y más incómoda. El mecanismo funciona porque nosotros, desde nuestra esquina de víctimas, necesitamos verlos a ellos como salvadores eternos. La dependencia es económica y, por desgracia, emocional. Les entregamos nuestra voluntad a cambio de que nos den un villano a quien odiar y nos prometan una redención que, como en el catecismo de la infancia, siempre está por llegar.
Así, la herida fundacional se mantiene abierta no porque no pueda sanar, sino porque se ha convertido en una herramienta política y en una zona de confort emocional. Y mientras sigamos encontrando más identidad en el recuerdo del agravio que en la construcción de un futuro, seguiremos siendo una nación de hijos obedientes, esperando que el próximo Padre de la República no nos desampare ni de noche ni de día y nos absuelva de pecados que ni siquiera hemos cometido.