“Somos viernes, no domingo”, nos dijo alguna vez un teólogo. La frase cayó con la simpleza de una piedra en un pozo, pero su eco me ha acompañado durante décadas. La escuché en una charla sobre catolicismo que un fraile dominico dictó a un puñado de estudiantes en el entrañable Centro Universitario Cultural, el CUC, ese refugio de pensamiento y arte escondido en Odontología 35, a unos pasos de Ciudad Universitaria. Con esas cuatro palabras, el fraile intentaba explicar el carácter de un cierto catolicismo, y yo, en mi participación, me atreví a extenderlo a la identidad mexicana: somos un pueblo devoto y cercano al hijo de Dios crucificado; un pueblo ajeno y lejano al hijo de Dios resucitado.
Somos espejo del martirio, no de la victoria. Nos reconocemos en la sangre, en la herida, en el cuerpo despojado de su divinidad y exhibido como la prueba de una injusticia. El Viernes Santo es nuestro territorio emocional. Pero el Domingo de Resurrección, el milagro de la tumba vacía, nos resulta distante, casi ajeno. Nos sentimos cómodos con el símbolo tangible de la cruz, pero nos inquieta la ausencia que representa el sepulcro abierto. Quizá porque es más fácil imaginar la muerte que tener fe en lo imposible.
En esa lógica hemos construido nuestra autopercepción. Es el esquema que usamos para leernos a nosotros mismos, a los otros, a nuestra nación. Y sin embargo, la verdadera enseñanza, como argumentaba aquel dominico, se nos escapa. “La redención”, decía, “no fue posible por la muerte injusta en la cruz; la verdadera victoria ocurrió después, al vencer a la muerte misma”. Nos hemos quedado anclados en la belleza trágica del sacrificio, olvidando que el propósito de la historia era el triunfo, la vida que renace.
Han pasado tantos años de aquella charla que hoy solo conservo recuerdos vagos, seguramente moldeados más por mi reinvención que por el contenido real. Pero si esa interpretación del catolicismo popular es válida, tal vez ese anclaje ha servido para construir nuestro imaginario colectivo. De labios para afuera, siempre nos identificamos con las víctimas de nuestra historia fundacional, con los pueblos originarios masacrados. Pero en nuestras costumbres, en nuestros prejuicios, en los hechos cotidianos, a menudo actuamos como los victimarios, replicando las jerarquías y el desprecio del conquistador.
Octavio Paz, ese poeta gigante de nuestra lengua, hoy tan extrañamente olvidado, ya intentó descifrar este nudo. En su Laberinto de la Soledad, acuñó esa expresión brutal, “hijos de la chingada”, para explicar nuestra herencia. No era un insulto, era un diagnóstico. Somos hijos de una madre violada, la Malinche, la tierra indígena, y de un padre ausente y violento, el conquistador español. Esa condición nos condena, según Paz, a un profundo sentimiento de orfandad, de soledad y de ambigüedad existencial. Sus argumentos podrán ser más literatura que sociología, pero mientras no exista un mapa del alma mexicana más complejo y científico, esos esbozos y acuarelas siguen ofreciéndonos algunas de las explicaciones más lúcidas sobre nuestra personalidad.
A 75 años de la publicación de su ensayo, quizá siga siendo tan necesario como absurdo intentar comprender la tipología del mexicano. Pero nuestra orfandad, soledad y ambigüedad siguen tan marcadas como hace dos siglos. Peor aún, son alimentadas por una narrativa del poder que encuentra en ellas su combustible. Un pueblo que se siente huérfano y agraviado siempre estará buscando un padre protector, un líder que le dé cobijo y le señale a los culpables de su desdicha. El poder se nutre de esa herida, la mantiene abierta en un ciclo sin fin porque de ella extrae su legitimidad y su permanencia.
No sé a ciencia cierta qué nos haga más falta. ¿El profesional de la psicología que por fin mapee a detalle nuestra personalidad colectiva? ¿O el ingeniero cívico que se atreva a cambiarla? Tal vez, como en tantas otras cosas, hagan falta los dos. Uno que nos ayude a entender por qué seguimos eligiendo el viernes, y otro que nos enseñe, por fin, a construir el domingo. Pero, por favor, que no sea el domingo por la tarde de Joaquín Sabina.