Hubo un tiempo, no tan lejano, en que todos quisimos pensar que el fin del partido casi único en México era una conquista irreversible. Que la alternancia, con todos sus tropiezos, era un hecho deseable y saludable. Visto en retrospectiva, el mecanismo fue paradójico. En su necesidad de sobrevivencia, aquella “dictadura perfecta” del PRI había impulsado, casi a regañadientes, una apertura que alentó a la oposición. Algunos advirtieron entonces que esas reformas eran autofágicas, que el sistema se estaba devorando a sí mismo para poder seguir respirando. Quizá no tenían otro camino.
Hoy, la historia parece rimar de una forma inquietante. México vive de nuevo bajo una hegemonía abrumadora, una suerte de dictadura perfecta 2.0. No uso la etiqueta como descalificación, sino como una licencia literaria para señalar las similitudes en la concentración de poder entre aquellos años ochenta y los últimos siete. Pero hay una diferencia crucial: el PRI de entonces gobernaba sobre una oposición que crecía en legitimidad y ánimo ciudadano. La hegemonía de ahora impera sobre un páramo. La oposición actual parece, por momentos, inexistente.
Y es aquí donde reside la gravedad de nuestro momento. A diferencia de entonces, la responsabilidad de construir contrapesos ya no es una tarea compartida; descansa casi por completo sobre los hombros de una oposición fragmentada y profundamente desacreditada. Los partidos, con todos sus vicios, vuelven a ser la piedra angular de cualquier resistencia electoral, sin restar importancia a las otras resistencias ciudadanas.
Este fin de semana, el Partido Acción Nacional anunció su enésimo “relanzamiento”. La noticia fue recibida con una mezcla de escepticismo y mofa, y es comprensible. Muy atrás quedó su época de oposición con el peso moral de su voz. Bastaron doce años en la Presidencia para que aprendieran, y en algunos casos mejoraran, los vicios de aquellos a quienes habían expulsado del poder. Su promesa de renovación suena hueca mientras no ajusten cuentas con su propio pasado.
Junto a ellos, el partido naranja, Movimiento Ciudadano, se presenta como la otra alternativa. Han demostrado ser productores geniales de jingles y campañas virales, maestros de la estética política. Sin embargo, su capacidad para gobernar con eficacia sigue siendo una pregunta abierta en algún estado y una prueba de fracaso en otro. Su éxito electoral, hasta ahora, ha sido limitado.
Azules y naranjas tienen ante sí un reto monumental. Porque Morena no oculta su aspiración: gobernar durante décadas, tres al menos. Y no es un sueño guajiro; tienen la estructura, los recursos y la narrativa para intentarlo. Pero un poder absoluto, sin contrapesos que lo desafíen y lo obliguen a rendir cuentas, es una receta para el desastre. No por el bien de la oposición, sino por el bien de México y del propio Morena.
No podemos pedirle moderación al poder. El poder, por naturaleza, no se autolimita; se expande hasta que choca con una fuerza que lo frena. El viejo PRI sólo aceptó el fin de su era cuando tuvo el susto de su vida, cuando la presión electoral se volvió insostenible. Morena lo hará cuando se vea en una situación similar. Por eso, aunque llegue tarde y con protagonistas tan cuestionables, la refundación de la oposición es una noticia bienvenida. Es una cuestión de emergencia nacional.
¿Y la llamada izquierda tradicional? ¿El PRD, el viejo PRI? Morena los desfondó, los absorbió o los dejó como fantasmas que deambulan en alianzas imposibles. Hoy, el mapa político se ha simplificado de una forma peligrosa. El PRD se ha extinguido y el PRI podría ser pronto una pieza de museo.
Así que nos toca observar este intento de resurrección con un escepticismo esperanzado. Ver si de las cenizas de sus propios fracasos, los partidos de oposición pueden construir algo que se parezca a un contrapeso real. Porque en una democracia, incluso una tan lastimada como la nuestra, la peor oposición siempre será mejor que ninguna.