Me topé anoche con la publicidad de un taller de escritura en línea. El título era una promesa y una provocación: Narrativa del fracaso. Contar lo que no salió bien. Es una idea que, en el terreno de la literatura, resulta casi una obviedad. El fracaso es la materia prima del arte. El dolor, el sufrimiento, el infierno de los conflictos, la caída, el abandono; todos los grandes temas que han dado lugar a las obras que nos definen como humanidad nacen de una herida, de algo que se rompió. Leemos a Dostoievski para entender la anatomía de la culpa, a Tolstói para presenciar el descarrilamiento de una vida, a Shakespeare para ver cómo la ambición o los celos devoran a un rey. El arte es un catálogo de fracasos gloriosos, porque en ellos encontramos una verdad sobre nuestra propia fragilidad.
Y luego está la política. Aquí, la narrativa del fracaso es una aguja en un pajar. El político, sobre todo el que detenta el poder, habita un universo narrativo opuesto. Su discurso es una crónica de la victoria, un recuento de logros, una celebración ininterrumpida de la propia gesta. Si se menciona el fracaso, es siempre el del otro, el del adversario, el del pasado que se viene a redimir. El “yo” es infalible; el error es una entidad ajena, una conspiración externa. ¿Nombres? No me obliguen a la imprudencia, por favor.
Sería ingenuo pedirle a un político que hable de sus propios fracasos en una rueda de prensa. La política es un ecosistema darwiniano donde la admisión de un error es una herida abierta que los depredadores huelen a kilómetros. Pero lo que sí es desolador es la sospecha de que esa incapacidad para narrar el fracaso en público se corresponde con una incapacidad aún más profunda para analizarlo en privado. No creo que hubiera un solo gobernante interesado en un taller sobre “lo que salió mal”. Su formación parece ser la contraria: un entrenamiento para la autojustificación perpetua. De eso viven cientos de consultores, que cobran incluso millones de dólares.
La mitología griega, ese gran mapa del alma humana, nos ofrece dos arquetipos para entender esta encrucijada. Por un lado, está Odiseo. Su viaje de regreso a Ítaca es una antología del fracaso. Es un poderoso que lo pierde todo: sus barcos, sus hombres, su rumbo. Su propia arrogancia, al cegar al Cíclope y burlarse de su padre, Poseidón, es la causa directa de sus desgracias. Pasa veinte años humillado, náufrago, prisionero, mendigo en su propia casa. Y sin embargo, cada fracaso es una lección. Aprende la astucia del que no tiene nada, la paciencia del que lo ha perdido todo, la humildad del que ha sido reducido a la nada. El Odiseo que finalmente masacra a los pretendientes y recupera su reino no es el mismo guerrero soberbio que salió de Troya. Es un hombre nuevo, forjado en la aceptación de sus propios y catastróficos errores. Su victoria final es el fruto de su larguísima derrota.
En el extremo opuesto está Edipo. Él es el hombre del éxito. Es el rey sabio que resolvió el enigma de la esfinge y salvó a Tebas. Cuando la peste asola su ciudad, se lanza a una investigación implacable para encontrar al culpable, convencido de su propia rectitud y su capacidad para resolver cualquier problema. Su tragedia es, precisamente, su incapacidad para concebir su propio fracaso. No puede aceptar que él mismo es la fuente de la plaga, el asesino que busca, el incestuoso que contamina la tierra. Cada pista que lo acerca a la verdad, la descarta. Acusa a otros, a Tiresias, a Creonte. Su inteligencia se convierte en una herramienta para negar la realidad. Y cuando la evidencia finalmente lo aplasta, cuando ya no puede seguir negando lo que no salió bien, su única salida es arrancarse los ojos. Su fracaso no lo transforma, lo aniquila.
La política moderna parece poblada de pequeños Edipos. Poderosos que, ante la peste de la inseguridad, la corrupción o la desigualdad, se lanzan a buscar culpables en el pasado, en los adversarios, en los medios, en cualquier lugar que no sea el espejo. Son incapaces de reconocer que la estrategia falló, que la decisión fue errónea, que el diagnóstico estaba equivocado. Como Edipo, su energía se consume en la negación.
Un estadista con la sabiduría de Odiseo sería otra cosa. Sería aquel capaz de decir: “Nos equivocamos. Esta estrategia no funcionó. Perdimos hombres, recursos y tiempo. Ahora, con lo aprendido de esta derrota, intentemos otro camino”. Pero esa frase, tan simple y tan humana, parece ser la única que nuestros líderes son incapaces de pronunciar. Quizá porque intuyen, como Edipo, que el día que admitan su fracaso, su mundo, el que construyeron sobre la ficción de su propia infalibilidad, se vendrá abajo.