La historia del poder es, en gran medida, ternuritas del señor, la historia de la manipulación de los calendarios. Los hombres que se saben dueños de su tiempo, o que aspiran a serlo, entienden que una de las formas más sutiles de la dominación es inscribir su biografía personal en la memoria colectiva de la nación. No es una táctica nueva. La fiesta más grande del país, la de la Independencia, arranca en realidad la noche del 15 de septiembre. Ese adelanto del Grito no fue un accidente; se trata de un acto deliberado de Porfirio Díaz para que el festejo nacional y el suyo fueran uno mismo. Del mismo modo, la consumación de esa misma independencia, el 27 de septiembre, empata con el natalicio de Agustín de Iturbide. La historia en las fechas, en las anécdotas y en las narrativas no es un accidente. Todo lo contrario, es un acto de diseño cuidado.
Historias similares abundan en los anales del poder en todo el planeta. Los Césares romanos renombraron meses en su honor; las revoluciones inventaron semanas de diez días y rebautizaron los años. Es una tentación inherente al poder absoluto: si puedes moldear el presente, ¿por qué no adueñarse también del pasado y, de paso, del futuro?
Por eso, resultaba extraño que en estos tiempos de un regreso tan extravagante al país de un solo hombre, en esta era del caudillo, no hubiera surgido aún la propuesta de un día nacional para la transformación. Pero han sido prudentes. La jugada no ha venido del centro, sino de la periferia del poder. Se han valido de una diputada del Partido del Trabajo, ese eterno y leal satélite, para iniciar la última fase de su dominio: la conquista de nuestras fiestas cívicas.
La iniciativa, presentada en San Lázaro, es una joya del eufemismo y la delicadeza republicana. Propone declarar el 13 de noviembre como el Día Nacional del Bienestar. La fecha, nos asegura la legisladora con una seriedad imperturbable, “no es arbitraria ni fortuita”, ternurita. Menos mal. Nos tranquiliza saber que la elección del día del natalicio del expresidente López Obrador para celebrar el Bienestar responde a “consideraciones de carácter simbólico, estratégico y social”. El texto de la iniciativa, con un pudor exquisito, ni siquiera menciona el nombre del líder. Sólo alude a que “los últimos años han marcado un cambio de rumbo” hacia un modelo que sitúa a las personas en el centro.
La argumentación para elegir la fecha es una obra maestra. En primer lugar, se nos informa que el 13 de noviembre no interfiere con ninguna otra conmemoración cívica. Un golpe de genio logístico. El calendario nacional, tan saturado de héroes y batallas, tenía, por fortuna, un hueco perfectamente ajustado a la biografía del hombre que encarnó el Bienestar. Pero el detalle sublime, el que revela la profundidad del pensamiento detrás de la propuesta, es que el 13 de noviembre coincide con el Día Mundial de la Bondad. La casualidad es tan poética que parece un milagro. El nacimiento del artífice del cambio y la celebración global de la compasión, la empatía y la generosidad, unidos en una misma jornada. ¡Por Dios, puedo morir de emoción!
Hasta ahora, el único expresidente cuyo natalicio es fiesta nacional es Benito Juárez. Pero la conmemoración del 21 de marzo no celebra al hombre. Aterriza la idea que encarnó: la República, el Estado laico, la supremacía de la ley. Es un principio abstracto que pertenece a la nación. La propuesta actual es más directa, más personal. El Bienestar no es una idea filosófica, es un programa de gobierno, una política pública con un autor definido, cuyo rostro y nombre, aunque no se escriban en la ley, todos conocemos.
Al final, la iniciativa es reveladora. No se busca celebrar un logro nacional consolidado, sino canonizar una política de gobierno y, por extensión, a su creador. Es la vieja tentación de confundir al partido con la patria, a la administración con la historia y al hombre con el mito. Es un intento de elevar un programa temporal, una dádiva, a la categoría de principio fundacional. Es querer convertir una fecha del calendario personal en una fecha del calendario de todos, un acto que no habla de bienestar, sino de la inextinguible vanidad del poder. Otra vez.